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Foto del escritorEl Desván de los Cuentos Perdidos

"Un lugar junto a Edgware Road", Audiolibro de Graham Greene

Actualizado: 22 abr 2022





Un lugar junto a Edgware Road - Audiolibro de Graham Greene - Narrado


Una lluviosa noche de verano un hombre pasea por las calles en dirección a Edgware Road. De camino se encontrará con un teatro abandonado y restaurado como cine. El mal tiempo le incitará a entrar. Una decisión que alterará el curso de su vida...


Narrado por: Ander Vildósola

Música intro: Ander Vildósola

Música: Incompetech.com

Vídeo Intro: Estudio Tikismikis

Fuente: ciudadseva.com

Imágenes: Pexels / Pixabay / https://www.wallpaperbetter.com/es

Para consultas escribe a: eldesvandlcp@gmail.com

 

Texto transcrito:


Un lugar junto a Edgware Road

Graham Greene

Craven pasó al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano. Acababan

de encenderse las luces, pero los coches ya hacían cola en dirección a Marble Arch.

Rostros afilados y codiciosos escudriñaban la zona, listos para divertirse con cualquier

cosa que se presentara. Craven caminaba con amargura, con el cuello de su impermeable

apretado a la garganta. Era uno de sus días malos.

A lo largo del camino del parque, todo le recordaba a la pasión, pero se necesita dinero

para el amor. Lo único que un hombre pobre puede conseguir es lujuria. El amor necesita

un buen traje, un coche, un piso en alguna parte o un buen hotel. Tiene que estar envuelto

con celofán. Constantemente, notaba la estrecha corbata debajo del impermeable y las

mangas deshilachadas. Llevaba su cuerpo consigo como algo que odiase. (Tenía instantes

de felicidad en la sala de lectura del museo Británico, pero su cuerpo lo volvía a llamar).

Escarbó, como si fuera su único sentimiento, en los recuerdos de feos actos cometidos en

los bancos del parque. La gente habla como si el cuerpo muriese demasiado pronto; ése no

era, desde luego, el problema de Craven. Su cuerpo seguía vivo y, a través de la lluvia

brillante, cerca de una glorieta, se cruzó con un hombrecillo que llevaba una pancarta: «El

cuerpo se alzará de nuevo». Recordó un sueño del que había despertado tres veces

temblando: estaba solo en una enorme y oscura galería que era el cementerio de todo el

mundo. A través del subsuelo, las tumbas se conectaban: el mundo era una colmena de

muerte y, cada vez que soñaba, descubría otra vez el horroroso hecho de que el cuerpo no

se pudría. No hay gusanos ni putrefacción. Bajo el suelo, el mundo estaba lleno de masas

de carne fresca, lista para alzarse de nuevo con sus verrugas, furúnculos y erupciones.

Tumbado en su cama, recordaba —como si se tratase de «una gran noticia»— que el

cuerpo, después de todo, era corrupto.

Llegó hasta Edgware Road caminando deprisa. Los guardas paseaban en parejas.

Parecían grandes y lánguidas bestias alargadas. Sus cuerpos eran como gusanos en sus

ajustados pantalones. Los odiaba, y odiaba su odio, porque sabía lo que era: envidia. Se

daba cuenta de que cada uno de ellos tenía un cuerpo mejor que el suyo: la indigestión le

retorcía el estómago y estaba seguro de que su aliento era asqueroso, pero, ¿a quién se lo

podía preguntar? A veces, sin que nadie lo supiera, se ponía perfume aquí y allá. Era uno

de sus secretos más terribles. ¿Por qué le pedían que creyera en la resurrección de este

cuerpo al que quería olvidar? En ocasiones, de noche, rogaba (un resto de la creencia

religiosa que se albergaba en su pecho, como un gusano en una nuez) que su cuerpo, a toda

costa, no se alzase nunca de nuevo.

Conocía muy bien todas las callejuelas cercanas a Edgware Road: cuando estaba de

malas, simplemente caminaba hasta cansarse, echando un vistazo a su imagen reflejada en

los escaparates de Salmon & Gluckstein y el ABC. Fue así como vio los carteles de un

teatro abandonado en Culpar Road. No eran extraños, ya que, a veces, la Sociedad

Dramática del Barclays Bank alquilaba el local durante una noche o se proyectaban allí

oscuras películas. El teatro había sido construido por un optimista en 1920, alguien que

pensó que el bajo precio de las entradas compensaría, con creces, su desventaja de estar

situado a más de un kilómetro y medio de la tradicional zona teatral. Pero jamás una obra

tuvo éxito y, pronto, el local se llenó de agujeros de rata y telarañas. La tapicería de las

butacas nunca se renovó y todo lo que allí ocurría era la falsa vida efímera de una obra de

aficionados o de una proyección.

Craven se detuvo y leyó; parecía como si aún existiesen optimistas, incluso en pleno

1939, porque nadie, excepto el más ciego de los optimistas, podía tener la esperanza de

ganar dinero con un lugar llamado «El hogar de la película muda». Se anunciaba: «La primera temporada de primitivas» (una frase intelectual); jamás habría una segunda. En

cualquier caso, las entradas eran baratas y, ahora que estaba cansado, quizá valía la pena

meterse en algún sitio a salvo de la lluvia. Craven compró una localidad y entró.

Bajo la profunda oscuridad, un piano tocaba algo monótono que recordaba a

Mendelssohn. Se sentó en un asiento de pasillo y enseguida pudo notar el vacío a su

alrededor. No, nunca habría otra temporada. En la pantalla, una mujer grande, con una

especie de toga, se retorcía las manos y se dirigía, temblando con curiosas sacudidas, hacia

un sofá. Allí, se acurrucó como un perro pastor ausente, mirando fijamente a través de su

pelo suelto, negro y alborotado. A veces, parecía desintegrarse en forma de manchas,

destellos y líneas onduladas. Un rótulo decía: «Pompilia, traicionada por su amado

Augusto, busca un final a sus problemas».

Craven, por fin, empezó a ver. Butacas oscuras y vacías. El público no llegaba ni a

veinte personas: unas cuantas parejas que susurraban con las cabezas juntas y algunos

hombres solitarios como él, uniformados con el mismo impermeable barato. Estaban

tendidos a intervalos como si fueran cadáveres. Otra vez, volvía la obsesión de Craven: el

horroroso dolor de muelas. Tristemente, pensó: me vuelvo loco, los otros no sienten lo

mismo. Incluso un teatro abandonado le recordaba aquellas interminables galerías, donde

los cuerpos esperaban su resurrección.

«Esclavo de su pasión, Augusto pide más vino.»

En otra escena, un vulgar actor teutónico de mediana edad se apoyaba sobre un codo,

mientras con el otro brazo rodeaba a una mujer grande. La Canción de Primavera seguía

sonando con ineptitud y la pantalla chisporroteaba como una indigestión. Alguien que se

abría camino en la oscuridad empujó las rodillas de Craven. Era un hombrecillo. Craven

sintió la desagradable sensación de una gran barba rozándole la boca. Cuando el recién

llegado ocupó la butaca vecina, se escuchó un gran suspiro. Mientras, en la pantalla, los

acontecimientos se habían sucedido con tanta rapidez, que Pompilia ya se había clavado un

puñal —o eso supuso Craven— y yacía quieta y exuberante entre sus sollozantes esclavas.

Una voz baja sin aliento susurró al oído de Craven:

—¿Qué ha pasado? ¿Está dormida?

—No. Muerta.

—¿Asesinada? —preguntó la voz, con vivo interés.

—Creo que no. Se ha clavado un puñal.

Nadie dijo «pst». Nadie estaba lo bastante interesado como para quejarse de una voz.

Estaban tirados entre asientos vacíos, en actitud de cansada desatención.

La película no había terminado aún y, por alguna razón, aparecían niños. ¿Continuaba

la cosa en una segunda generación? Pero el hombrecillo de la barba del asiento contiguo

parecía interesarse sólo por la muerte de Pompilia. El hecho de que hubiera entrado justo

en ese momento lo fascinaba. Craven oyó la palabra «casualidad» un par de veces. Aquel

hombre seguía hablando de ello para sí mismo, en un tono bajo y sin aliento. «Si te paras a

pensarlo, es absurdo». Después, oyó: «no hay ni rastro de sangre». Craven no escuchaba.

Se acomodó con las manos apretadas entre las rodillas, afrontando el hecho, tal y como

hacía habitualmente, de que podía volverse loco. Tenía que parar, tomarse unas vacaciones

e ir al médico (sólo Dios sabe qué infección circulaba por sus venas). Se dio cuenta de que

su vecino se dirigía a él directamente.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —preguntó impaciente.

—Habría más sangre de la que uno puede imaginar.

—¿Qué dice?

Cuando el hombre le hablaba, le rociaba con su húmedo aliento. Había un ligero

balbuceo en su forma de hablar, como un defecto.

—Cuando matas a un hombre...

—Era una mujer —repuso Craven, expectante. —No hay ninguna diferencia.

—Y, de todas maneras, esto no tiene nada que ver con un asesinato.

—Eso no tiene importancia.

Parecían haberse enzarzado en una estúpida pelea sin sentido en la oscuridad.

—Yo sé, ¿comprende?

—¿Sabe, qué?

—De estas cosas —respondió, con cautelosa ambigüedad.

Craven se volvió y trató de verlo con claridad. ¿Estaba loco? ¿Se trataba de una

advertencia de lo que le podía suceder? ¿Acabaría hablando con desconocidos de forma

incomprensible en los cines? Pensó: «Por Dios, no». Intentaba ver. «No enloqueceré. No

enloqueceré.» Sólo podía distinguir un pequeño montículo negro de cuerpo. De nuevo, el

hombre hablaba solo. Decía:

—Palabras. Sólo palabras. Dirán que todo pasó por cincuenta libras. Pero es mentira.

Razones y razones.

Qué estúpidos —añadió otra vez, en ese tono de ahogada presunción.

Así que eso era la locura. Desde el momento en que podía darse cuenta de ello, él debía

de estar cuerdo, relativamente hablando. Quizá, no tan cuerdo como los conserjes del

parque o los guardas de Edgware Road, pero más cuerdo que eso. Era como darse un

mensaje de ánimo, mientras el piano seguía sonando.

El hombrecillo se volvió y lo roció de nuevo.

—¿Dice que se ha suicidado? Pero, ¿quién lo sabe? No es sólo cuestión de qué mano

empuña el cuchillo.

De repente, puso una mano con familiaridad sobre la de Craven: estaba húmeda y

pegajosa. Craven le preguntó con horror:

—¿De qué está hablando?

—Lo sé —dijo el hombrecillo—. Un hombre de mi posición lo sabe casi todo.

—¿Cuál es su posición? —inquirió Craven, sintiendo aquella mano pegajosa sobre la

suya e intentando establecer si estaba histérico o no; en realidad, había una docena de

explicaciones: podía ser miel.

—Usted diría que muy desesperada.

A veces, la voz casi moría en la garganta. Algo incomprensible había sucedido en la

pantalla. Uno apartaba la mirada un momento de esas películas antiguas y la trama ya

había variado... Los actores se movían despacio y a sacudidas. Una mujer joven en

camisón parecía sollozar en brazos de un centurión romano. Craven no había visto a

ninguno de los dos antes. «En tus brazos, Lucio, no temo a la muerte.»

El hombrecillo empezó a reír entre dientes, con complicidad. De nuevo, hablaba solo.

Hubiera sido fácil ignorarlo totalmente, a no ser por aquellas manos pegajosas que ahora él

retiraba. Parecía estar manoseando el asiento de enfrente. Su cabeza tenía la costumbre de

ladearse, como la de un niño tonto. Claramente y fuera de lugar, dijo:

—Tragedia en Bayswater.

—¿Cómo dice? —preguntó Craven. Había visto esas palabras en un cartel, antes de

entrar en el parque.

—¿Qué?

—La tragedia.

—Pensar que lo llaman Cullen Mews1 Bayswater.

De repente, el hombrecillo empezó a toser, volviendo la cara hacia Craven y tosiéndole

encima. Era como una venganza. La voz habló:

—A ver, mi paraguas. Ya se estaba levantando.

—No llevaba paraguas.

—Mi paraguas —repitió—. Mi... —y pareció perder la voz del todo. Pasó por encima

de las rodillas de Craven.

Craven lo dejo ir, pero antes de que llegara a las polvorientas cortinas de la salida, la

pantalla se quedó en blanco y brillaba. La película se había roto e, inmediatamente, alguien

encendió una sucia lámpara sobre la platea. Iluminó lo justo para que Craven viera sus

manos manchadas. No era histeria: era un hecho. Estaba cuerdo. Había estado sentado

junto a un loco que, en unas caballerizas, cuál era el nombre, Colon, Collin... Craven saltó

y salió de la sala. La cortina negra le rozó la boca. Pero era demasiado tarde. El hombre se

había ido por cualquiera de las tres esquinas. Así que, se decidió por una cabina telefónica

y marcó, con un sentimiento de cordura y determinación raro en él, el 999.

No tardó más de dos minutos en hablar con el departamento correspondiente. Estaban

interesados y se mostraban muy amables. Sí, había habido un asesinato en unas

caballerizas, Cullen Mews. Le habían cortado el cuello a un hombre, de oreja a oreja, con

un cuchillo de pan; un crimen horroroso. Les empezó a contar que había estado sentado

junto al asesino en un cine. No podía ser nadie más. Había sangre en sus manos y recordó,

con repulsión mientras hablaba, aquella húmeda barba. Debe de haber habido mucha

sangre. Pero la voz del policía lo interrumpió:

—¡Oh, no! —contestó—. Tenemos al asesino, no hay ninguna duda. Lo que ha

desaparecido es el cuerpo.

Craven colgó. En voz alta, se dijo:

—¿Por qué tiene que pasarme esto a mí? ¿Por qué a mí?

Había vuelto al horror de su sueño. La sórdida calle oscura era uno más de los

innumerables túneles que conectaban las tumbas entre sí, donde los cuerpos inmortales

descansaban. Repitió:

—Era un sueño, un sueño.

Inclinándose hacia delante, vio en el espejo que había sobre el teléfono su propia cara,

un rostro salpicado por pequeñas gotas de sangre, como rocío pulverizado. Entonces,

empezó a gritar:

—No voy a volverme loco. No voy a volverme loco. Estoy cuerdo. No me voy a volver

loco.

Al poco rato, un pequeño grupo de gente empezó a arremolinarse en el lugar y, pronto,

llegó un policía.

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