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"La aventura del Jorobado", Audiolibro de Arthur Conan Doyle

Actualizado: 4 mar







La aventura del Jorobado (Sherlock), Audiolibro de Arthur Conan Doyle


Una inesperada visita nocturna, trastoca los planes de descanso del Dr. Watson. El detective Sherlock Holmes, necesita urgentemente de su asesoramiento para un caso en el que se ven involucrados un asesinato, un hombre deformado y una extraña criatura...


El Desván de los cuentos perdidos. Relatos y audiolibros de misterio y terror de Agatha Christie, Arthur Conan Doyle, Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, .. y muchos más, narrados e interpretados con música y efectos.


Narrado por: Ander Vildósola

Música intro: Ander Vildósola

Música: youtube studio

Para consultas escribe a:


 

Texto transcrito:

El jorobado

«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él

para que sea herido y muera

II Samuel 11, 15

Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi

chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi

jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al

cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los

sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la

ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo.

Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse

de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela.

Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi

parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.

—Vaya, Watson —dijo—, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía

levantado.

—Adelante, por favor, mi querido amigo.

—¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diría yo! ¡Hum! ¿O

sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza

esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted

acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de

pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede

darme alojamiento por esta noche?

—Con mucho gusto.

—Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este

momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para

sombreros en su perchero.

—Me complacerá mucho que se quede.

—Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un

operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagües,

espero?

—No, el gas.

—¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí

donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré

una pipa con usted.

Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en

silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle

traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera

abordarlo.

—Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente —comentó,

dirigiéndome una mirada penetrante.

—Sí, he tenido un día atareado —contesté—. Tal vez a usted le parezca una

necedad —añadí—, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.

Holmes se rió para sus adentros.

—Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson —dijo—.

Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler.

Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda

de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.

—¡Excelente! —exclame.

—Elemental, querido Watson —dijo él—. Es uno de aquellos casos en los que

quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque

a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo

cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos,

que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted

retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al

lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos

lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que

nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan

uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los

tendré!

Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un

instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante.

Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de

indio piel roja que había movido a tantos a mirarle como una máquina y no como un

hombre.

—El problema presenta rasgos interesantes —dijo—; puedo decir que incluso

características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he

llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta

última etapa, me prestaría un servicio más que considerable.

—Me encantaría.

—¿Podría ir mañana a Aldershot?

—No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta.

—Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.

—Lo cual me da tiempo de sobra.

—Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha

ocurrido y de lo que queda por hacer.

—Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.

—Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital

para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo.

Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo

que estoy investigando.

—No he oído nada al respecto.

—Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son

hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:

Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más

famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín

de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles.

Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que

comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos

del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había

llevado un mosquete.

El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo

nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo

regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando

la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No

obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora

Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su

marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que

incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una

espléndida apariencia.

Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El

mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó

que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la

devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él.

Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en

cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos

eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana

edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente

la tragedia que iba a producirse más tarde.

Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su

carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había

ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostrarse considerablemente

violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza

jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del

mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el

singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a

menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible,

cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales.

Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el

más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos

rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas.

Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse

solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad

tan conspicuamente varonil había suscitado comentarios y conjeturas.

El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años

estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y,

durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa

de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala

oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos

camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos

ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener

visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las

diez del pasado lunes.

Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había

interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión

con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los

pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio, y la

señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al

salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su

marido, y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison,

una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró

cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después

de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.

Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana.

Da a la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella

sobre el césped. Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y sólo lo separa de

la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación

entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez

se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la

lámpara y después tocó la campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera,

que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El

coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había

regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el

vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida.

El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la

sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora

entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo

girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada pon el interior. Como

es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas

por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la

misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de

su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de

modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta.

Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían

perfectamente. «¡Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer

ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a

respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos

de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso

proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante

chillido de la mujer. Convencido de que había ocurrido alguna tragedia, el cochero se

abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras

otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado

acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le

ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la

extensión de césped, sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables.

Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad

pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin

conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y

la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar,

muerto y en medio de un charco de su propia sangre.

Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía

hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad

tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la

puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por

consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de

un policía y de un medico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más

intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de

insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se

procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia.

Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual,

de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que

indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un

instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma.

En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa maza de madera dura tallada, con

un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los

diferentes países en los que habla luchado, y la policía conjetura que esta maza

figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las

numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto.

Nada más de importancia descubrió la policía en la habitación, salvo el hecho

inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en

parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo

que abrirla un cerrajero de Aldershot.

Así estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a

Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policía.

Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones

pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que

todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.

Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí

obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la

camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y

regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola,

las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oír nada, y juzgó

por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre

ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre

«David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia

para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del

coronel era James.

Había algo en el caso que causó profunda impresión tanto a los sirvientes como a

la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había

quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda

asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la

policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de

efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una

objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que

pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible obtener información alguna

de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia

de un agudo ataque de fiebre cerebral.

Supe por la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella

noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había

causado el malhumor de su compañera al volver.

Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba

sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente

incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el

caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había

permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, habían de habérsela

llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto

quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una

tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me

pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna

traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni

uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al

encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un

hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera.

Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una

en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el

césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la

que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo

eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me

sorprendió, sino su acompañante.

—¿Su acompañante?

Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló

cuidadosamente sobre su rodilla.

—¿Qué me dice de esto? —preguntó.

El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño.

Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la

huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.

—Es un perro —dije.

—¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré

señales bien claras de que esta criatura lo había hecho.

—¿Un mono, pues?

—Pero ésta no es la huella de un mono.

—¿De qué puede ser, pues?

—Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos

familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro

huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay

menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la

longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos

pies de longitud... probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra

medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada

caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo

largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar

una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado,

puede trepar por una cortina y es carnívoro.

—¿Cómo lo deduce?

—Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario;

parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.

—¿Qué era, entonces, este animal?

—Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la

solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu

de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los

ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.

—Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen?

—Esto también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un

hombre en el camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz

en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a

través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño, y que, o

bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su

visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el

curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse.

—Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo

que ya estaba —observe.

—Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo

de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la

conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le

estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro

viaje de mañana a Aldershot.

—Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.

—Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete

y media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca

mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente

con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró

inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo,

y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Y finalmente, al

presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones.

Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que

alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison

no se había separado de ella durante esta hora y media, y era absolutamente seguro

por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto.

Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano

militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto

explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo

tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la

mayoría de palabras que pudieron oírse.

Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido

afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro

hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada de todo lo

ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo

me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y

la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la

clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por

consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que

tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y

asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de

una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.

La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios

cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común.

Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose

resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a

condensarle.

—Prometí a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa

—dijo—. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación

tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que

estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la

tarde.

Regresábamos de la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro

camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo

hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros

un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de

un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas

dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que

proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío,

pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera

caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar

a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la

palabra al hombre.

—Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry —le dijo con voz

temblorosa.

—Y yo —contestó él.

Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy

moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños.

Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la cara arrugada y llena

de surcos, como una manzana marchita.

—Sigue un rato tu camino, querida —me dijo la señora Barclay—. Quiero hablar

un momento con este hombre. No hay nada que temer.

Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el

temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.

Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella

bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al

farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido.

Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la

mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido.

—Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido —me dijo.

Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he

vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé ante

la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi

querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo.

Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una

luz en una noche oscura. Todo lo que antes había estado desconectado empezó en

seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la

secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al

hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía

se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy

elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención.

Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado

con él.

El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la

que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando

ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con su patrona. El

hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caída la noche, va de una

cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella

caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya

que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según

cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy

extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que

hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído

gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo

que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india.

Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y

por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se

alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana

la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que

llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la

única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en

aquella habitación.

—¿Y tiene la intención de preguntárselo a él?

—Desde luego... pero en presencia de un testigo.

—¿Y yo soy el testigo?

—Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se

niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.

—¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?

—Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a

vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa

fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto

yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo.

Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la

orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A

pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes

se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mi me cosquilleaba

aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba

invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones.

—Esta es la calle —dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas

de dos plantas y obra vista—. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.

—Está en casa, señor Holmes —exclamó un rapaz con aspecto de pillete,

corriendo hacia nosotros.

—¡Muy bien, Simpson! —aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza—.

Adelante, Watson, ésta es la casa.

Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un

asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el

hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a

un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él

retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible

impresión de deformidad, pero el rostro que volvió hacia nosotros, aunque arrugado y

atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró

suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó

un par de sillas.

—¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? — preguntó

Holmes afablemente—. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.

—¿Y qué puedo saber yo al respecto?

—Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se

aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según

todas las probabilidades, por asesinato?

El hombre experimentó un violento sobresalto.

—Yo no sé quién es usted —exclamó—, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe,

pero juraría que es verdad lo que me está diciendo.

—Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.

—¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?

—No.

—¿Cuál es, pues, su misión?

—Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.

—Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.

—¿Entonces usted es culpable?

—No, no lo soy.

—¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?

—Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le

hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de

mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es

más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo

cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por qué no debiera hacerlo, pues nada hay en

ello que deba avergonzarme.

Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un

camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood

era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la

India, acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el

otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento, y además la

mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado.

Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al

mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo

bien plantado que era yo.

Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se

casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había

recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se

mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la

rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.

Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería,

una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez

mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una

jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la

cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill,

que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no

podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo

que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro

que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay,

del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me

permitiría atravesar las líneas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé

mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo

cuando por la noche salté desde el parapeto.

Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había

de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me

encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad.

En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero

golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo

que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi

camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me

había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.

Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de

que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día siguiente, pero los

rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo

volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y

torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes,

que huyeron a Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de

Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían

prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé, pero en

vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí

vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab, donde viví casi siempre entre

nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De

qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer

entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía

impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry

Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y

moviéndome con ayuda de un bastón, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que

yo había muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se

había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni

siquiera esto me movió a hablar.

Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo

había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente,

decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces

aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos con

ello gano lo bastante para sustentarme.

—Su narración no puede ser más interesante —dijo Holmes—. Ya he oído hablar

de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo

entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un

altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con

usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí

donde estaban los dos.

—Así fue, señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he

visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el

guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan

claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi

persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable.

—¿Y entonces?

—Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la

intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacía, me pareció mejor dejarlo

y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían

mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé

caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez

lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez

posible.

—¿Quién es Teddy?

El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había

en un rincón. Al instante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo,

esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos

más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal.

—¡Es una mangosta! —grité.

—Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón —dijo el hombre—. Cazador

de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las

cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a

los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero?

—Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse

en un grave aprieto.

—En este caso, desde luego, yo me presentaría.

—Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre

que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al

menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia

siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy,

por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo

desde ayer.

Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.

—Ah, Holmes —dijo—, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha

terminado en nada.

—¿Qué ha sido, pues?

—Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado

concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de

todo, fue un caso bien sencillo.

—Ya lo creo, notablemente superficial —repuso Holmes, sonriendo—. Vamos,

Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya.

—Hay una cosa —dije mientras nos encaminábamos a la estación—. Si el marido

se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?

—Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la

historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era,

evidentemente, un término usado como reproche.

—¿Como reproche?

—Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en

una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el

asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén

un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer o segundo libro de

Samuel.__

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