Thriller psicológico donde descubriremos a través de las vivencias de Phillip Hall, que el poder de la mente a veces es capaz de mezclar la realidad con la imaginación hasta un punto insospechado.
Narrado por: Ander Vildósola
Música compuesta e interpretada por JM Lluch
Música intro: Ander Vildósola
Fuente: elespejogotico.blogspot.com
Transcripción del relato.
Tal vez soñar. Charles Beaumont —Por favor, siéntese —dijo el psiquiatra, indicando un sofá de cuero algo desgastado. Automáticamente, Hall se sentó. Instintivamente, se echó hacia atrás. El mareo lo asaltó, sus párpados cayeron como persianas. Llegó la oscuridad. Se incorporó rápidamente y se dio una fuerte palmada en la mejilla derecha, luego otra en la izquierda. —Lo siento, doctor —dijo. El psiquiatra, que era alto y joven, asintió. —¿Prefiere permanecer de pie? —preguntó gentilmente. —¿Preferir? —Hall echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. Esa es buena —dijo—. ¡Preferir! —Me temo que no entiendo. —Yo tampoco, doctor —se pellizcó la carne de la mano izquierda hasta que le dolió—. No, eso no es cierto. Entiendo perfectamente. Ese es todo el problema. —¿Quiere decirme algo al respecto? Es una tontería, pensó Hall; no puedes ayudarme. Nadie puede. ¡Estoy solo! —Olvídelo —dijo, y se dirigió hacia la puerta. El psiquiatra lo interceptó: —Espere un minuto —su voz era amigable, preocupada; pero no condescendiente—. Huir no le hará mucho bien, ¿verdad? Hall vaciló. —Perdone el cliché. En realidad, huir es a menudo la mejor respuesta. Pero aún no sé si el suyo es ese tipo de problema. —¿El doctor Jackson le habló de mí? —No. Jim dijo que le estaba enviando, pero pensó que sería mejor conocer los detalles de su propia boca. Solo sé que se llamas Philip Hall. Tiene treinta y un años, y no ha podido dormir en mucho tiempo. —Sí. Mucho tiempo. Para ser exactos, setenta y dos horas, pensó Hall, mirando el reloj. Setenta y dos horas horribles. El psiquiatra apagó un cigarrillo. —¿Y no está cansado? —comenzó. —¿Cansado? Dios sí. ¡Soy el hombre más cansado de la Tierra! Podría dormir para siempre. Si fuese por mí, nunca me despertaría. —Por favor —dijo el psiquiatra. Hall se mordió el labio. Supuso que no tenía mucho sentido hablar de eso. Pero, después de todo, ¿qué más podía hacer? ¿A dónde iría? —¿Le importa si me pongo de pie? —Póngase cabeza abajo, si quiere. —Está bien. Tomaré uno de sus cigarrillos. Atrajo el humo a sus pulmones y se acercó a la ventana. Catorce pisos más abajo, la gente y los coches de juguete se movieron. Los miró y pensó, este tipo está bien. Agudo. Inteligente. Nada como lo que esperaba. ¿Quién sabe? Tal vez sea bueno. —No estoy seguro de por dónde empezar. —No importa. El principio suele ser la mejor manera. Hall sacudió la cabeza violentamente. El principio, pensó. ¿Había tal cosa? —Relájese. Después de una larga pausa, Hall dijo: —Descubrí el poder de la mente humana cuando tenía diez años, o al menos cerca de esa edad, de todos modos. Teníamos un tapiz en la habitación. Era enorme, con flecos en los bordes, y todo eso. Mostraba a un grupo de soldados —soldados napoleónicos— a caballo. Estaban al borde de algún tipo de acantilado. El primer caballo estaba encabritado. Mi madre me contó algo. Me dijo que si miraba el tapiz el tiempo suficiente, los caballos comenzarían a moverse. Irían directamente hacia el precipicio, dijo. Lo intenté, pero no pasó nada. Ella dijo: Tienes que tomarte el tiempo necesario. »Entonces, todas las noches, antes de acostarme, me sentaba y miraba ese maldito tapiz. Y, finalmente, sucedió. Todos los caballos, todos los hombres fueron hasta el borde del acantilado. Hall apagó el cigarrillo y comenzó a caminar. —Me asustó muchísimo —dijo—. Cuando volví a mirar, todos estaban de vuelta en sus lugares. Más tarde lo intenté con fotos en revistas, y muy pronto pude mover locomotoras y enviar globos volando y hacer que los perros abrieran la boca; todo lo que quisiera. Hizo una pausa y se pasó una mano por el pelo. —No es demasiado inusual, estará pensando —dijo—. Todos los niños lo hacen. Como pararse en un armario y jugar a que uno puede volar y cosas así, cosas comunes, ¿verdad? El psiquiatra se encogió de hombros. —Pero hay una diferencia —dijo Hall—. Un día se salió de control. Estaba mirando un libro para colorear. Una de las imágenes mostraba a un caballero y un dragón luchando. Por diversión, decidí hacer que el caballero dejara caer su lanza. Lo hizo. El dragón comenzó a perseguirlo, respirando fuego. En otro instante la boca del dragón estaba abierta y se estaba preparando para comerse al caballero. Parpadeé y sacudí la cabeza, como siempre, solo que... no pasó nada. Quiero decir, la imagen no volvió. Ni siquiera cuando cerré el libro y lo abrí de nuevo. Pero no pensé demasiado en eso, incluso entonces. Se acercó al escritorio y tomó otro cigarrillo. Se deslizó de su manos. —¿Ha estado tomando Dexedrine? —dijo el psiquiatra, mirando como Hall intentaba levantar el cigarrillo. —Sí. —¿Cuántos al día? —Muchos, no lo sé. —Es Potente. Noquea su coordinación. ¿Supongo que Jim se lo advirtió? —Sí, él me lo advirtió. —Bueno, ¿qué pasó entonces? —Nada —Hall permitió que el psiquiatra le encendiera su cigarrillo—. Por un tiempo me olvidé del juego casi por completo. Luego, cuando cumplí trece años, enfermé. El corazón... El psiquiatra se inclinó hacia delante y frunció el ceño. —¿Y Jim le permitió tomar Dexedrine? —¡No interrumpa! Decidió no mencionar que había recibido el medicamento de su tía, que el doctor Jackson no sabía nada al respecto. —Tuve que quedarme mucho en la cama, sin actividad. Podría matarme. Así que leí libros y escuché la radio. Una noche escuché una historia de fantasmas. La cueva del ermitaño, se llamaba. Era sobre un hombre que se ahoga y vuelve para perseguir a su esposa. Mis padres se habían ido al cine. Estaba solo. Y seguí pensando en esa historia, imaginando el fantasma. Tal vez, pensé para mí mismo, él está en ese armario. »Sabía que no lo estaba, desde luego. Sabía que no existía tal cosa como un fantasma, pero había una pequeña parte de mi mente que decía: Mira el armario. Mira la puerta. Está allí, Philip, y va a salir. »Tomé un libro e intenté leer, pero no pude evitar mirar la puerta del armario. Estaba abierta un poco, solo un poco. Entonces... —Entonces la puerta se abrió del todo. —Así es. —¿Entiende que no hay nada terriblemente inusual en lo que ha dicho hasta ahora? —Lo sé —dijo Hall—. Era mi imaginación. Lo era, y me di cuenta incluso entonces. Pero me asusté. Estaba tan asustado como si un fantasma realmente hubiese abierto esa puerta. Y eso es lo importante. La mente, doctor. La mente lo es todo. Si crees que tienes un dolor en el brazo aunque no haya razón física para ello, no te duele menos. Mi madre murió porque pensó que tenía una enfermedad mortal. La autopsia mostró desnutrición, nada más. ¡Pero ella murió igual! —No discutiré ese punto. —Está bien. Simplemente no quiero que me diga que todo está en mi mente. Ya lo sé. —Continúe, por favor. —Me dijeron que nunca me recuperaría realmente, que tendría que tomarlo con calma el resto de mi vida. Debido al corazón. Sin ejercicios extenuantes, sin escaleras, sin largas caminatas. Sin emociones fuertes. Producen adrenalina en exceso, dijeron. Así fue que, al salir de la escuela, empecé a trabajar de administrativo. No es nada emocionante sumar números. »Las cosas salieron bien durante unos años. Entonces comenzó de nuevo. Leí acerca de una mujer que se subió a su coche por la noche y encontró a un hombre escondido en el asiento trasero, esperando. La idea se quedó conmigo. Empecé a soñar sobre eso. Entonces, cada noche, cuando me subía a mi coche, acariciaba automáticamente el asiento trasero y las tablas del piso. Me satisfizo por un tiempo, hasta que comencé a pensar: ¿Qué pasa si me olvido de verificarlo? O: ¿Qué pasa si hay algo ahí atrás que no es humano? »Tuve que conducir a través de Laurel Canyon para llegar a casa, y ya sabe lo retorcido que es ese tramo. De diez a quince metros la caída, por lo menos. Mientras conducía pensaba: Hay alguien, alguna cosa en la parte de atrás del coche, escondido, en la oscuridad. Miraré por el retrovisor y veré sus manos listas para rodear mi garganta. »Insisto, doctor, sabía que era mi imaginación. No tenía ninguna duda de que el asiento trasero estaba vacío. ¡Demonios, siempre mantuve el coche cerrado y además lo revisaba dos veces! Pero, me dije, si sigues pensando así, Hall, terminarás viendo esas manos. Será un reflejo, o los faros de alguien, o nada en absoluto, pero las verás. »Finalmente, una noche, las vi. Perdí el control del auto y caí por el terraplén. El psiquiatra dijo: —Espere un minuto —se levantó y puso una cinta en una pequeña máquina grabadora. —Entonces supe lo poderosa que era la mente —continuó Hall—. sé que los fantasmas y los demonios existen, si tan solo piensas en ellos el tiempo suficiente. ¡Después de todo, uno de ellos casi me mata! —apagó el cigarrillo—. El doctor Jackson me dijo que otro shock como ese me mataría. Y fue entonces cuando empecé a tener este sueño. Hubo un silencio en la sala, roto por bocinas lejanas, el tictac del reloj, el golpeteo de la máquina de escribir de la recepcionista, la propia respiración torturada de Hall. —Dicen que los sueños solo duran un par de segundos —dijo—. No sé si eso es cierto o no. No importa. Parecen durar más. A veces he soñado toda una vida. A veces han pasado generaciones. De vez en cuando, el tiempo se detiene por completo. Un instante congelado, que dura para siempre. Cuando era niño vi las series de Flash Gordon, ¿recuerda? Las amaba, y cuando terminó el último episodio, me fui a casa y comencé a soñar más episodios. »Cada noche, otro episodio. También eran vívidos, y los recordaba al despertar. Incluso los escribí para asegurarme de no olvidarlos. Loco, ¿verdad? —No —dijo el psiquiatra. —Lo hice, de todos modos. Lo mismo sucedió con los libros de Oz y los libros de Burroughs. Los mantendría en funcionamiento. Pero después de los quince años, más o menos, no soñé mucho. Solo de vez en cuando. Luego, hace una semana... Hall dejó de hablar. Preguntó la ubicación del baño, fue allí y se echó agua fría en la cara. Luego regresó y se paró junto a la ventana. —¿Hace una semana? —dijo el psiquiatra, volviendo a encender la grabadora. —Me fui a la cama alrededor de las once y media. No estaba demasiado cansado, pero necesitaba descansar a causa de mi corazón. De inmediato comenzó el sueño. Estaba caminando por Venice Pier. Era cerca de la medianoche. El lugar estaba lleno de gente por todas partes; sabe, el tipo de gente que solía andar por ahí: marineros, damas de aspecto regordete, niños con chaquetas de cuero. Podías escuchar las montañas rusas retumbando a lo largo de las vías, y a las personas dentro de las montañas rusas, gritando; podías escuchar el sonido de las campanas y el ruido de las pistolas y las canciones locas. Y, lejos, el océano, moviéndose. Todo era brillante, llamativo y barato. Caminé un rato, pisando chicles y manzanas dulces, preguntándome por qué estaba allí. Los ojos de Hall se cerraron. Los abrió rápidamente y los frotó. —A medio camino del final, pasando la sala de juegos, vi a una chica. Tenía unos veintidós o ventitres años. Vestido blanco, muy fino y ajustado, y un divertido sombrero blanco. Tenía las piernas desnudas, bien torneadas y bronceadas. Ella estaba sola. Me detuve y la observé, y recuerdo haber pensado: Debe tener novio. Debe estar aquí en alguna parte. Pero ella no parecía estar esperando a nadie. Inconscientemente, comencé a seguirla. »Pasó por un par de atracciones, y luego se detuvo en una llamada El látigo y entró. El aire estaba caliente. Atrapó su vestido mientras daba vueltas y lo hizo girar. Parecía no molestarle en absoluto. Ella solo se aferró a la barra y cerró los ojos. »No sé, una especie de éxtasis pareció invadirla. Se echó a reír. Un sonido musical agudo. Me detuve junto a la cerca y la miré, preguntándome por qué una chica tan hermosa debería reírse en un paseo barato de carnaval, en medio de la noche, sola. Entonces mis manos se congelaron en la vaya, porque de repente vi que ella me estaba mirando, cada vez que la vuelta se lo permitía. Y había algo que decía: No te vayas, no te vayas, no te muevas... »La atracción se detuvo y ella salió y se acercó a mí, tan naturalmente como si nos conociéramos desde hace años. Puso su brazo en el mío y dijo: Lo hemos estado esperando, señor Hall. »Su voz era profunda y suave, y su rostro, de cerca, era aún más hermoso de lo que parecía. Labios gruesos, un poco húmedos, ojos oscuros, y un brillo cálido en su piel. No respondí; ella se rio de nuevo y tiró de mi manga. Vamos, cariño —dijo—; no tenemos mucho tiempo. »Y caminamos, casi corriendo, hasta The Silver Flash, una montaña rusa, la más alta del parque. Sabía que no debía hacerlo debido a mi afección cardíaca, pero ella no me escuchó. Dijo que tenía que hacerlo por ella. Así que compramos dos billetes y nos subimos al primer asiento. Hall contuvo el aliento por un momento, luego lo dejó escapar lentamente. Cuando retomó el relato, descubrió que era más fácil mantenerse despierto. Más fácil. —Ese —dijo—, fue el final del primer sueño. Me desperté sudando y temblando, y pensé en ello la mayor parte del día, preguntándome de dónde había salido todo. Solo había estado en Venice Pier una vez en mi vida, con mi madre, hace años. Pero esa noche, tal como sucedió con las series, el sueño continuó exactamente donde lo había dejado. Nos estábamos acomodando en el asiento de cuero áspero, agrietado. Me aferré al hierro de la barra de agarre, pintado de negro, descascarado en el centro. »Traté de bajarme. Ese era el momento de hacerlo, pensé: ¡hazlo ahora o no llegarás demasiado lejos! Pero la chica me abrazó y me susurró: Estaremos juntos —dijo—. Muy juntos. Si hacía esto por ella, sería mía. »Entonces la atracción arrancó. Un pequeño tirón y los niños comenzaron a gritar. Se oyó el clac-clac-clac de la cadena tirando hacia arriba. Era demasiado tarde ahora, pensé, demasiado tarde para hacer algo más que mirar la empinada colina de madera. »A un tercio del camino hacia la cima, con ella abrazándome, presionándose contra mí, me desperté de nuevo. A la noche siguiente, subimos un poco más. Metro a metro, lentamente, cuesta arriba. La chica comenzó a besarme y a reírse: ¡Mira hacia abajo! —decía—. ¡Mira hacia abajo, Philip! »Y lo hice. Vi gente pequeña y coches pequeños y todo pequeño e irreal. »Finalmente estábamos a unos pocos metros de la cresta. La noche era negra y el viento ahora era rápido y frío, y tenía miedo, tanto miedo que no podía moverme. La chica se rio más fuerte que nunca y una expresión extraña apareció en sus ojos. Entonces recordé cómo el empleado que tomó los dos boletos me había mirado inquisitivamente. »—¿Quién eres? —grité. »Y ella respondió: »—¿No lo sabes? »Y ella se levantó y sacó la barra de sujeción de mis manos. Me incliné hacia adelante, desesperado, para agarrarla de nuevo. Entonces llegamos a la cima. Y vi su rostro y supe lo que iba a hacer, lo supe al instante. Intenté volver al asiento, pero entonces sentí sus manos sobre mí y escuché su voz, riendo, muy fuerte, riendo y gritando de alegría, y... Hall estrelló su puño contra la pared, se detuvo y esperó a que volviera la calma. Cuando lo hizo, dijo: —Eso es todo, doctor. Ahora sabe por qué no puedo dormir. Cuando lo haga, y finalmente tendré que hacerlo, el sueño continuará. ¡Y mi corazón no lo soportará! El psiquiatra presionó un botón en su escritorio. —Quienquiera que sea —continuó Hall—, me empujará. Y me caeré. Cientos de metros. Veré que el cemento se apresura en un borrón para encontrarme y sentiré el dolor más espantoso que… Hubo un clic. La puerta de la oficina se abrió. Entró una muchacha. —Señorita Thomas —comenzó el psiquiatra—, me gustaría que... Philip Hall gritó. Miró a la chica con el uniforme de enfermera y dio un paso atrás. —¡Oh, Dios! ¡No! —Señor Hall, esta es mi recepcionista, la señorita Thomas. —¡No! —gritó Hall—. ¡Es ella! ¡Y ahora sé quién es, Dios me salve! ¡Sé quién es ella! La chica del uniforme blanco dio un paso tentativo en la habitación. Hall volvió a gritar, se cubrió la cara con las manos, y trató de correr. Una voz gritó: —¡Deténganlo! Hall sintió el dolor agudo del alféizar contra su rodilla, y se dio cuenta en un momento horrible de lo que estaba sucediendo. Ciegamente extendió la mano, tratando de asirse, pero fue demasiado tarde. Como atraído por una fuerza gigante, cayó por la ventana abierta. —¡Hall! Durante todo el camino hacia abajo, largo e interminable más allá de los trece pisos hasta el asfalto gris, inflexible y duro, su mente siguió trabajando, y sus ojos nunca se cerraron... —Me temo que está muerto —dijo el psiquiatra, quitando los dedos de la muñeca de Hall. La chica del uniforme blanco emitió un pequeño jadeo. —Pero —dijo ella—, lo vi hace solo un minuto, y él estaba... —Lo sé. Es curioso. Cuando entró al consultorio le dije que se sentara. Lo hizo. Y en menos de dos segundos estaba dormido. Luego dio ese grito que escuchaste y... —¿Un infarto? —Sí, probablemente —el psiquiatra se frotó la mejilla pensativamente—. Bueno —dijo—, creo que hay peores formas de morir. Al menos murió en paz.
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