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Foto del escritorEl Desván de los Cuentos Perdidos

"La detención de Arsène Lupín", Audiolibro de Maurice Leblanc

Actualizado: 22 jul 2022





La detención de Arsène Lupín - Audiolibro de Maurice Leblanc - Narrado


Durante la travesía de un trasatlántico, la tripulación descubre gracias a un mensaje de telégrafo interrumpido por una tormenta, que Arsène Lupin viaja a bordo disfrazado, como un hombre rubio y con un nombre que comienza por "R". ¿Descubrirán entre todos la identidad del famoso caballero ladrón?


Narrado por: Ander Vildósola

Música intro: Ander Vildósola

Música: youtubestudio

Vídeo Intro: Estudio Tikismikis

Ilustraciones: Vincent Mallie

Fuente: ciudadseva.com

Imágenes: Pexels / Pixabay / https://www.wallpaperbetter.com/es

Para consultas escribe a: eldesvandlcp@gmail.com

 

Texto transcrito:

La detención de

Arsène Lupin

¡Qué viaje tan peculiar! Y eso que había

empezado bien. De hecho, nunca había

emprendido un viaje que se presagiase con

tan buenos augurios. El Provence es un transatlántico

rápido y cómodo, gobernado por los hombres más

amables. En él se había reunido lo más selecto de la

sociedad. Se entablaban relaciones y se organizaban

diversiones. Teníamos la deliciosa impresión de estar

alejados del resto del mundo, reducidos a los que

estábamos como si nos hallásemos en una isla desconocida

y obligados, por tanto, a conocernos mejor.

Y eso hacíamos.

¿Nunca ha pensado el lector en lo que tiene de

original e imprevisto que un grupo de seres que el

día de antes ni siquiera se conocían vayan, durante

varios días, entre el cielo infinito y la inmensidad del

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Caballero ladrón

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mar, a compartir su intimidad y a enfrentarse juntos

a la furia del océano, al ataque aterrador de las olas

y a la traicionera tranquilidad de las aguas dormidas?

En el fondo, así es, resumiéndola trágicamente, la

vida misma, con sus tormentas y su esplendor, su monotonía

y su diversidad, y quizá por eso disfrutamos

con un ansia desesperada y una fruición tanto más

intensa este breve viaje cuyo final ya conocemos nada

más empezar.

Sin embargo, desde hace varios años, sucede algo

que intensifica especialmente las emociones de la

travesía. El islote flotante sigue dependiendo del

mundo del que nos creíamos emancipados. Sigue habiendo

un vínculo, que se deshace poco a poco en

pleno océano, y que poco a poco, en pleno océano,

se vuelve a formar. ¡El telégrafo inalámbrico! Una

llamada de otro universo, desde el que se reciben noticias

de la forma más misteriosa que existe. Si ya la

imaginación no era capaz de concebir la existencia de

alambres cuyo interior atraviesa el mensaje invisible,

este misterio es aún más insondable y más poético:

son las alas del viento a las que hay que recurrir para

explicar este nuevo milagro.

Así, las primeras horas nos sentimos perseguidos,

acompañados, hasta adelantados por esa voz remota

que, de cuando en cuando, susurraba a alguno de

nosotros palabras lejanas. Dos amigos se comunicaron

conmigo. Otros diez o veinte nos enviaron a todos, a

través del espacio, su despedida afligida o sonriente.

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La detención de Arsène Lupin

Ahora bien, el segundo día, a quinientas millas de

la costa francesa, una tarde de tormenta, el telégrafo

inalámbrico nos trasmitió un comunicado cuyo contenido

era el siguiente:

Arsène Lupin a bordo, primera clase, cabello rubio,

herida en el antebrazo derecho, viaja solo con el nombre

de R...

En ese preciso momento, un fuerte relámpago tronó

en el cielo oscuro e interrumpió la corriente eléctrica,

de modo que no llegamos a recibir lo que quedaba de

mensaje. Del nombre bajo el que se escondía Arsène

Lupin solo conocíamos la inicial.

Si se hubiese tratado de cualquier otra noticia,

no dudo de que el secreto lo habrían guardado escrupulosamente

tanto los empleados de la oficina de

telégrafos como el sobrecargo y el comandante. Se

trataba de uno de esos acontecimientos que obligan

a la más rigurosa discreción. Sin embargo, ese mismo

día, sin que nadie pudiera decir cómo se había filtrado

la información, todos sabíamos que el famoso Arsène

Lupin se ocultaba entre nosotros.

¡Arsène Lupin, entre nosotros! El escurridizo ladrón

de cuyas hazañas informaban todos los periódicos

desde hacía meses. El enigmático personaje contra

el que el viejo Ganimard, nuestro mejor policía, se

había enfrentado en un duelo a muerte que se desarrolló

de la forma más pintoresca. Arsène Lupin,

Caballero ladrón

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el disparatado caballero que solo actúa en palacios

y salones y que, una noche, entró en el hogar del

barón Schormann y se marchó con las manos vacías

tras haber dejado su tarjeta con el siguiente escrito:

«Arsène Lupin, caballero ladrón, volverá cuando los

muebles sean auténticos». Arsène Lupin, el hombre

de los mil disfraces: según el día, conductor, tenor,

librero, joven de alcurnia, adolescente, anciano, viajante

marsellés, médico ruso o torero español.

Imagíneselo: ¡Arsène Lupin yendo y viniendo en

el marco relativamente limitado de un transatlántico!

Y en las pequeñas dependencias de la primera clase,

en las que todos nos encontrábamos con todos, en el

salón, en la sala de fumadores... Quizá Arsène Lupin

fuese ese caballero... o ese. Mi vecino de mesa. Mi

compañero de camarote.

—Y así vamos a estar otros cinco días más —gritó

al día siguiente Nelly Underdown—. ¡Es intolerable!

Espero que lo detengan—. Y dirigiéndose a mí—: A

ver, señor d’Andrézy, usted que se lleva bien con el

comandante, ¿no sabe nada?

Ojalá hubiese sabido algo para complacer a Nelly,

una de esas magníficas criaturas que, vayan a donde

vayan, siempre ocupan el lugar más a la vista de todos.

Cuya belleza deslumbra tanto como su fortuna. Que

tienen acólitos, admiradores, entusiastas.

Creció en París con su madre francesa, hasta que

se marchó a Chicago con su padre, el millonario Underdown.

La acompañaba una amiga, lady Jerland.

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La detención de Arsène Lupin

Desde el primer momento, me había postulado

como candidato a un amorío, pero, con las confianzas

precoces del viaje, su encanto me perturbó de forma

repentina y, cuando me miraba con esos grandes ojos

negros, me enternecía demasiado como para considerarla

solo una aventura. No obstante, recibía mis

reverencias con una actitud favorable. Se dignaba a

reírse de mis agudezas y se interesaba por mis anécdotas,

y parecía reaccionar con ligera simpatía al afán

que mostraba yo por ella.

Solo me preocupaba un único rival: un joven bastante

apuesto, elegante y reservado, cuyo humor taciturno

parecía en ocasiones preferir Nelly por encima

de mis modales parisinos más extravertidos.

Precisamente formaba parte del grupo de admiradores

que rodeaba a Nelly mientras me interrogaba.

Nos hallábamos en el puente, cómodamente sentados

en mecedoras. La tormenta del día anterior había

despejado el cielo, y hacía un tiempo maravilloso.

—No sé nada en concreto, señorita —le respondí—,

pero ¿no podríamos llevar a cabo la investigación

nosotros mismos, igual que haría el viejo

Ganimard, el archienemigo de Arsène Lupin?

—¡Ah! Se está precipitando.

—¿En qué? ¿Acaso es tan complicado el problema?

—Muy complicado.

—Se olvida de los elementos con los que contamos

para resolverlo.

—¿Qué elementos?

Caballero ladrón

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—Primero, el apellido que utiliza Lupin empieza

por «r».

—No es una pista muy clara.

—Segundo, viaja solo.

—Si eso le aclara algo...

—Tercero, es rubio.

—¿Y bien?

—Pues que solo tenemos que consultar la lista de

pasajeros y proceder a descartar.

Llevaba la lista en el bolsillo. La saqué y la repasé.

—En principio, veo que hay trece personas a cuya

inicial debemos prestar atención.

—¿Solo trece?

—En primera clase, sí. De esos tres apellidos que

empiezan por «r», como puede comprobar, nueve vienen

acompañados por mujeres, hijos o criados. Solo

nos quedan cuatro personas: el marqués de Raverdan...

—Secretario de la embajada —interrumpió Nelly—.

Lo conozco.

—El comandante Rawson...

—Mi tío —dijo uno de los presentes.

—El señor Rivolta...

—Presente —gritó un italiano cuyo semblante desaparecía

bajo una preciosa barba negra.

Nelly se echó a reír.

—El caballero no es precisamente rubio.

—Pues entonces —continué—, nos vemos obligados

a llegar a la conclusión de que el culpable es el

último de la lista.

15

La detención de Arsène Lupin

—¿Es decir...?

—Es decir, el señor Rozaine. ¿Alguien conoce a

Rozaine?

Nadie respondió. Pero Nelly interpeló al joven taciturno

cuya constante cercanía a ella me atormentaba:

—¿Y bien, señor Rozaine? ¿No va a responder?

Todos lo miramos. Era rubio.

Debo reconocer que me dio un leve vuelco el corazón,

y el silencio incómodo presente entre nosotros

indicaba que los demás asistentes también sufrían esa

misma sensación de ahogo. Era una situación absurda,

porque no había nada en la apariencia de aquel caballero

que hiciese que sospechásemos de él.

—¿Que por qué no respondo? —dijo—. Porque,

en vista de cómo me apellido, de que viajo solo y

del color de mi pelo, yo ya había llevado a cabo una

investigación semejante y había llegado al mismo resultado.

Así que creo que deberían detenerme.

Pronunció aquellas palabras con un curioso gesto

en el rostro. Sus labios finos como dos líneas rectas

se achicaron aún más y palidecieron, y los ojos se le

inyectaron en sangre.

Estaba claro que bromeaba. Sin embargo, nos impresionaban

su fisonomía y su actitud. Una ingenua

Nelly le preguntó:

—Y herida no tiene, ¿verdad?

—Cierto —contestó—. No tengo ninguna herida.

Con un gesto nervioso, se remangó para mostrar

el brazo. Pero entonces me di cuenta de algo. Nelly

Caballero ladrón

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y yo nos miramos a los ojos: había enseñado el brazo

izquierdo.

Cuando me disponía a señalarlo, un incidente desvió

nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de Nelly,

venía corriendo.

Se la veía conmocionada. Nos congregamos todos

a su alrededor y a duras penas consiguió balbucear:

—¡Mis joyas! ¡Mis perlas! ¡Se lo han llevado todo!

No, no se lo habían llevado todo, como supimos

después; curiosamente, se habían permitido escoger.

De una estrella de diamantes, un colgante de rubíes,

collares y pulseras, habían robado no las piedras

más grandes, sino las más finas, las más preciosas: las

que tenían mayor valor y ocupaban menos espacio.

Ahí estaban los engastes, en la mesa. Los vi yo y

los vieron todos, despojados de sus joyas como las

flores a las que arrancan los pétalos más hermosos,

relucientes y coloridos.

Y, para ejecutar su maniobra, había hecho falta,

mientras lady Jerland tomaba el té, a plena luz del día

y en un pasillo muy frecuentado, reventar la puerta

del camarote, buscar una bolsita escondida adrede al

fondo de una sombrerera, abrirla y escoger.

Entre nosotros solo había un sentir. Entre todos los

pasajeros solo había una opinión una vez descubierto el

robo: era obra de Arsène Lupin. Era su modo de actuar,

complejo, misterioso, inconcebible y, sin embargo, lógico,

pues, aunque era difícil ocultar el estorboso volumen

de la totalidad de las joyas, la molestia era mucho

17

La detención de Arsène Lupin

menor en el caso de diminutos objetos independientes,

como perlas, esmeraldas y zafiros.

En la cena, sucedió lo siguiente: a derecha e izquierda

de Rozaine, los asientos estaban vacíos. Y

por la noche supimos que el comandante lo había

hecho llamar.

Su detención, que nadie puso en duda, provocó un

verdadero alivio. Al fin podíamos respirar tranquilos.

Esa noche, jugamos y bailamos. Nelly en particular

demostró una sorprendente alegría que me hizo darme

cuenta de que, aunque las reverencias de Rozaine

pudieron haberle agradado en un principio, ya apenas

se acordaba de ellas. Su encanto terminó de conquistarme.

Hacia medianoche, bajo la serena claridad de

la luna, le comuniqué mi entrega con una emoción

que no pareció desagradarle.

Pero, al día siguiente, para sorpresa general, averiguamos

que los cargos presentados contra Rozaine

no bastaban y que quedaba libre.

Era hijo de un importante comercial de Burdeos y

había mostrado sus papeles perfectamente en regla.

Además, no había ni rastro de heridas en los brazos.

—¡Papeles! ¡Certificados de nacimiento! —exclamaban

los enemigos de Rozaine—. ¡Arsène Lupin los

tiene a puñados! En cuanto a la herida, puede ser que

no la tenga... o que haya borrado su rastro.

Se argüía que, a la hora del robo, se podía demostrar

que Rozaine estaba paseando por la cubierta, a

lo que los objetores respondían:

Caballero ladrón

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—¿Creen que un hombre con el temple de Arsène

Lupin tiene la necesidad de asistir a los robos que

comete?

Además, aparte de toda consideración ajena, había

un argumento sobre el que ni los más escépticos

podían comentar. ¿Quién salvo Rozaine viajaba

solo, era rubio y tenía un apellido que empezaba

por «r»? ¿A quién señalaba el telegrama si no era

a Rozaine?

Cuando Rozaine, minutos antes de la comida, se

atrevió a dirigirse hacia nuestro grupo, Nelly y lady

Jerland se levantaron y se marcharon.

Tenían miedo de verdad.

Una hora después, una circular manuscrita pasó

de mano en mano entre los empleados de a bordo,

marineros y viajeros de todas las clases: Louis Rozaine

ofrecía una suma de diez mil francos a quien desenmascarase

a Arsène Lupin o encontrase al poseedor

de las piedras robadas.

—Y si nadie me protege contra ese bandido —declaró

Rozaine al comandante—, tendré que hacer yo

su trabajo.

Rozaine contra Arsène Lupin, o, más bien, según

se decía, Arsène Lupin contra sí mismo; una batalla

de lo más interesante.

Batalla que duró dos días.

Se vio a Rozaine deambular de un lado a otro,

mezclarse entre el personal, interrogar, fisgonear. Se

vio a su sombra merodear por la noche.

19

La detención de Arsène Lupin

El comandante, por su parte, se mostraba enérgico

y activo. De arriba abajo, por cada rincón, registró

todo el barco. Inspeccionó todos los camarotes, sin

excepción, con el pretexto de que los objetos podían

estar ocultos en cualquier parte, salvo en el camarote

del culpable.

—Se acabará averiguando algo, ¿no? —me preguntó

Nelly—. Por muy mago que sea, no puede hacer

invisibles los diamantes y las perlas.

—Espero que sí —le respondí—, o habrá que mirar

dentro del ala de los sombreros, el dobladillo de los

chalecos y todo lo que llevamos encima.

Le enseñé mi Kodak, una 9 × 12 con la que no me

cansaba de fotografiarla en las actitudes más diversas.

—¿No cree que en un aparato poco más grande

que este podrían caber todas las piedras preciosas

de lady Jerland? Solo tendría que fingir hacer fotos

y listo.

—No obstante, siempre he oído que no hay ladrón

que no deje pistas tras de sí.

—Sí que lo hay: Arsène Lupin.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Porque no solo piensa en el robo

que va a cometer, sino también en todas las circunstancias

que podrían delatarlo.

—Antes se le veía a usted más confiado.

—Hasta que lo he visto actuar.

—Entonces, ¿qué es lo que cree?

—Creo que estamos perdiendo el tiempo.

Caballero ladrón

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De hecho, las investigaciones no dieron sus frutos,

o, más bien, los frutos que dieron no se correspondían

con el esfuerzo general: le robaron el reloj al

comandante.

Este, furioso, intensificó el empeño y vigiló aún

más de cerca a Rozaine, al que ya había interrogado

varias veces. Al día siguiente, irónicamente, se encontró

el reloj entre los cuellos desmontables del

subcomandante.

La situación era inverosímil, puro reflejo del

humor de Arsène Lupin, ladrón, pero también un

mero aficionado. Ciertamente trabajaba por placer

y por vocación, pero también por diversión. Daba

la impresión de entretenerse con la obra que interpretaba

y, entre bastidores, reírse a carcajadas

de sus ocurrencias y de las situaciones por él provocadas.

Estaba claro que era un artista en lo suyo, y,

cuando observaba yo a Rozaine, oscuro y pertinaz, y

pensaba en los dos papeles que sin duda interpretaba

este curioso personaje, no podía sino hablar de él con

cierta admiración.

Ahora bien, la penúltima noche, el oficial de guardia

oyó quejidos en la zona más oscura del puente y se

acercó. Allí yacía un hombre, con la cabeza cubierta

por una gruesa bufanda gris y las muñecas atadas con

un fino cordel.

Lo desataron, lo pusieron en pie y no escatimaron

en cuidados.

21

La detención de Arsène Lupin

Ese hombre era Rozaine.

Lo habían asaltado durante una de sus expediciones,

abatido y desvalijado. Una tarjeta de visita clavada

a la ropa con un alfiler rezaba:

Arsène Lupin acepta con gratitud los diez mil francos

del señor Rozaine.

En realidad, la billetera robada contenía veinte

billetes de mil.

Como era natural, se acusó a la víctima de haber

fingido el ataque contra sí mismo. Sin embargo, además

de que era imposible que él solo se hubiese podido

atar de semejante forma, se llegó a la conclusión

de que la letra de la tarjeta era totalmente distinta

a la letra de Rozaine y, por el contrario, era prácticamente

idéntica a la de Arsène Lupin, tal y como

se mostraba en un viejo diario encontrado a bordo.

De este modo, Rozaine dejó de ser Arsène Lupin.

Rozaine era Rozaine, hijo de un comercial de Burdeos,

y la presencia de Arsène Lupin se confirmaba

una vez más con aquel acto temible.

Cundió el pánico en el barco. Nadie se atrevió a

quedarse a solas en el camarote y mucho menos aventurarse

a los lugares más recónditos. Por prudencia,

los pasajeros se juntaban con aquellos en los que más

confiaban y, aun así, un recelo instintivo separaba a

las amistades más cercanas. La amenaza no procedía

de un individuo aislado y, por ende, menos peligroso.

Caballero ladrón

22

Ahora Arsène Lupin era todo el mundo. Nuestra imaginación

exaltada le atribuía poderes milagrosos e ilimitados.

Lo suponíamos capaz de hacerse pasar por

la persona más inesperada: el comandante Rawson o

el noble marqués de Raverdan o incluso, puesto que

ya no nos ceñíamos a la inicial acusadora, cualquier

otra persona, ya fuese mujer, niño o criado.

Los primeros comunicados que llegaron no aportaron

ninguna novedad, o, por lo menos, el comandante

no nos hacía partícipe de ellas, y el silencio no nos

tranquilizaba precisamente.

El último día se nos hizo interminable. Vivíamos

nerviosos, esperando una desgracia. Esta vez no sería

un robo ni una simple agresión: sería un crimen,

una muerte. Nadie pensaba que Arsène Lupin fuera

a limitarse a dos hurtos insignificantes. Dueño absoluto

del buque, demostrada la impotencia de las

autoridades, podía conseguir todo lo que se propusiese;

todo le estaba permitido y disponía de bienes

y existencia.

Reconozco que fueron unas horas maravillosas para

mí, pues me valieron la confianza de Nelly. Impresionada

por los numerosos acontecimientos, y de naturaleza

ya inquieta, buscaba de forma espontánea a

mi lado una protección y una seguridad que estaba

feliz de ofrecerle.

En el fondo, daba gracias por la presencia de

Arsène Lupin. ¿Acaso no nos habíamos conocido

mejor gracias a él? ¿Acaso no tenía el derecho de

23

La detención de Arsène Lupin

abandonarme a los más dulces sueños gracias a él?

Sueños de amor y sueños menos utópicos, debo confesar.

Los Andrézy somos de un buen linaje de Poitiers,

pero hemos perdido prestigio, y no me parece indigno

de un caballero pensar en devolverle a su nombre el

lustre perdido.

Y sentía que estos sueños no disgustaban a Nelly.

Sus ojos sonrientes me autorizaban a tenerlos, pero

la dulzura de su voz me pedía que esperase.

Hasta el último momento, con los codos apoyados

en la borda, permanecimos el uno junto a la otra,

mientras la costa americana vagaba ante nosotros.

Se habían interrumpido los registros. Permanecíamos

a la espera. Desde la primera clase hasta el entrepuente

en el que se arremolinaban los emigrantes,

esperábamos a que llegase el ansiado momento en

que se nos explicase el irresoluble enigma. ¿Quién era

Arsène Lupin? ¿Bajo qué nombre, bajo qué máscara

se escondía el famoso Arsène Lupin?

Y el ansiado momento llegó. Ni aun viviendo cien

años olvidaría el menor de los detalles.

—Qué pálida la veo, señorita Nelly —le dije a

mi acompañante, que, tambaleante, se apoyaba en

mi brazo.

—Y a usted —me contestó— lo veo distinto.

—¡Y que lo diga! Estoy muy feliz de vivir junto

a usted un momento tan apasionante como este,

señorita Nelly. Estoy seguro de que me va a costar

olvidarla.

Caballero ladrón

24

Nelly no me escuchaba, jadeante y febril. Se desplegó

la pasarela, pero, antes de que pudiésemos cruzarla,

subieron a bordo agentes aduaneros, hombres

de uniforme y carteros.

Nelly balbuceó:

—No me sorprendería si descubriesen que Arsène

Lupin se ha escapado durante la travesía.

—Quizá prefiera la muerte al deshonor y ahogarse

en el Atlántico antes de que lo detengan.

—No se burle —dijo molesta.

De repente, me estremecí, y, puesto que me preguntó,

le respondí:

—¿Ve a ese hombrecillo que está en pie junto a

la pasarela?

—¿Con paraguas y levita verde oliva?

—Es Ganimard.

—¿Ganimard?

—Sí, el famoso policía que juró que detendría con

sus propias manos a Arsène Lupin. Supongo que a

este lado del océano no tenían información y, casualmente,

Ganimard estaba aquí. No le gusta que nadie

se ocupe de sus asuntos.

—Entonces, ¿seguro que van a detener a Arsène

Lupin?

—¿Quién sabe? Ganimard solo lo ha visto caracterizado

y disfrazado. A menos que conozca el nombre

que está usando.

—¡Ah! —dijo con esa curiosidad femenina algo

cruel—. Ojalá pudiera ver cómo lo detienen.

25

La detención de Arsène Lupin

—Paciencia. Seguramente Arsène Lupin ya se haya

percatado de la presencia de su enemigo. Preferirá

salir de los últimos, cuando el viejo ya esté cansado.

Empezaron a desembarcar, y Ganimard, apoyado

en el paraguas con gesto indiferente, no parecía

prestar atención a la multitud que se amontonaba

entre las barandillas. Me fijé en que un oficial de

abordo, situado detrás de él, le hablaba de vez en

cuando.

Pasaron el marqués de Raverdan, el comandante

Rawson, el italiano Rivolta y muchos otros. Y vi aproximarse

a Rozaine.

¡Pobre Rozaine! No parecía recuperado de sus infortunios.

—Quizá sea él, de todas formas —me dijo Nelly—.

¿Qué opina usted?

—Opino que sería muy interesante tener en una

misma fotografía a Ganimard y a Rozaine. Cójame

la cámara, que yo voy muy cargado.

Se la entregué, pero no le dio tiempo a tomar ninguna

foto antes de que Rozaine se marchase. El oficial

le dijo algo a Ganimard al oído y este se encogió

levemente de hombros cuando Rozaine pasó de largo.

Dios bendito, ¿quién sería Arsène Lupin?

—Eso —dijo la joven en voz alta—. ¿Quién será?

Solo quedaban unas veinte personas. Nelly las contemplaba

una por una, con el temor y la confusión de

que él no se encontrase entre esos veinte pasajeros.

Le dije:

Caballero ladrón

26

—No podemos seguir esperando.

La joven echó a andar y yo la seguí, pero apenas

habíamos avanzado unos metros antes de que Ganimard

nos cortase el paso.

—¿Qué ocurre? —exclamé.

—Un momento, caballero. ¿Tiene usted prisa?

—Acompaño a la señorita.

—Un momento —repitió con impaciencia en la

voz.

Me examinó minuciosamente antes de decirme,

mirándome a los ojos:

—Es usted Arsène Lupin, ¿verdad?

Me eché a reír.

—No, soy Bernard d’Andrézy.

—Bernard d’Andrézy falleció hace tres años en

Macedonia.

—Si Bernard d’Andrézy estuviera muerto, yo no

estaría en este mundo, y no es el caso. Mire mi documentación.

—Es la documentación del Bernard d’Andrézy original.

Será un placer explicarle cómo ha llegado a

sus manos.

—¡Está usted loco! Arsène Lupin embarcó usando

un nombre falso que empezaba por «r».

—Exacto, un truco de los suyos; una pista falsa. Es

usted muy hábil, amigo mío. Pero esta vez la fortuna

le ha dado la espalda. Vamos, Lupin. Dé la cara.

Dudé por un segundo. Con un gesto seco, me golpeó

el antebrazo derecho y dejé escapar un grito de

27

La detención de Arsène Lupin

dolor. Me había dado en la herida aún mal curada

que apuntaba el telegrama.

En fin, tenía que resignarme. Me volví hacia Nelly,

que escuchaba lívida y tambaleante.

Me miró a los ojos antes de bajar la vista a la

Kodak que le había entregado. Hizo un gesto brusco

y tuve la impresión, o, mejor dicho, la seguridad, de

que de repente lo entendió todo. Sí, entre las finas

paredes de cuero negro, en los huecos del pequeño

objeto que, por precaución, había dejado en sus manos

antes de que Ganimard me detuviese, se hallaban

los veinte mil francos de Rozaine y las perlas y los

diamantes de lady Jerland.

Juro que, en ese momento solemne, mientras me

rodeaban Ganimard y dos de sus acólitos, todo me

fue indiferente: la detención, la hostilidad de los

presentes... Todo menos una cosa: la decisión que

iba a tomar Nelly con respecto al bien que le había

confiado.

No cabía duda de que lo único que tenían contra

mí era esa prueba material y decisiva, pero ¿optaría

Nelly por entregarla?

¿Me traicionaría? ¿Estaría perdido por su culpa?

¿Actuaría como un enemigo al que no perdonaría

jamás o como una mujer con recuerdos y cuyo menosprecio

quedaría apaciguado por un poco de indulgencia

y simpatía involuntaria?

La joven pasó de largo y me despedí de ella con

discreción, sin pronunciar una sola palabra. Se mezcló

Caballero ladrón

28

con los demás viajeros y se dirigió hacia la pasarela,

con mi Kodak en la mano.

«Seguramente —pensé— en público no se atreva.

Es cuestión de tiempo que la entregue».

Pero, en mitad de la pasarela, en un movimiento de

torpeza fingida, la dejó caer al agua, entre las paredes

del muelle y el casco del barco.

Entonces la vi alejarse.

Su hermosa silueta se perdió entre la multitud y

la vi asomarse una última vez antes de desaparecer.

Había terminado para siempre.

Por un instante permanecí inmóvil, triste a la vez

que inundado por una tierna compasión, y suspiré,

para sorpresa de Ganimard.

—Una pena que no sea usted un hombre honrado.

Así fue como, una tarde de invierno, Arsène Lupin

me contó la historia de su detención. Los caprichosos

contratiempos cuyo relato escribiré algún día habían

forjado entre nosotros una relación... ¿de amistad, se

podría decir? Sí, me atrevo a creer que Arsène Lupin

me honra con su amistad y que por eso a veces acude

a mi casa sin avisar, trayendo consigo, en el silencio

de mi despacho, su alegría juvenil, el resplandor de su

apasionante vida y el buen humor de aquel para quien

el destino solo tiene preparados favores y sonrisas.

¿Cómo podría describirlo? Veinte veces he visto

a Arsène Lupin y veinte veces me he encontrado

con un ser diferente, o, mejor dicho, el mismo ser,

29

La detención de Arsène Lupin

del que veinte espejos me han reflejado unas tantas

imágenes deformadas, cada una con sus particularidades,

su forma especial del rostro, su propio gesto,

su silueta y su carácter.

—Ni yo —me dice— sé ya muy bien quién soy.

No me reconocería en el espejo.

Una genialidad, cierto, y una paradoja, pero verdadera

para quienes lo conocen y que ignoran sus

infinitos recursos, su paciencia, sus destrezas en el

maquillaje, su prodigiosa facultad de transformar las

proporciones de su rostro e incluso modificar sus

rasgos.

—¿Por qué —dice— tener un aspecto concreto?

¿Por qué no evitar el peligro de una apariencia siempre

idéntica? Mis actos ya me definen lo suficiente.

Y aclara, con cierto toque de orgullo:

—Me alegro de que nadie pueda jamás afirmar con

total certeza: «He aquí Arsène Lupin». Lo que busco

es que puedan decir, sin miedo a equivocarse: «Eso es

obra de Arsène Lupin».

Estas son algunas de las acciones, algunas de las

aventuras, que intento reconstruir, según las revelaciones

que tuvo la cortesía de concederme algunas

tardes de invierno en el silencio de mi despacho.

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