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Foto del escritorEl Desván de los Cuentos Perdidos

"La aventura de Navidad" (Poirot), Audiolibro de Agatha Christie

Actualizado: 13 ene 2023





La aventura de Navidad (Poirot), Audiolibro de Agatha Christie


Este es un relato corto de Agatha Christie que tuvo poca relevancia, pero que años después recuperó y publicó como una novela corta llamada "El pudding de navidad". En este relato nos narra el ambiente familiar previo a la comida de navidad contando con Hércules Poirot como invitado. La aparición de un extraño cristal rojo en el Pudding llama la atención del detective.


Narrado por: Ander Vildósola

Música intro: Ander Vildósola

Música: Incompetech.com

Vídeo Intro: Estudio Tikismikis

Fuente: lectulandia.com

Imágenes: Pexels / Pixabay / wallpaperbetter

Para consultas escribe a: eldesvandlcp@gmail.com

 

Texto transcrito:

Los gruesos leños crepitaban alegremente en la gran chimenea, y por encima de los chasquidos del fuego se elevaba un babel producido por seis lenguas que se movían afanosamente al unísono. Los jóvenes reunidos en la casa disfrutaban de sus Navidades. La anciana señorita Endicott, conocida por la mayoría de los presentes como tía Emily, escuchaba la cháchara con una sonrisa indulgente. —Me apuesto algo a que no eres capaz de comerte seis pastelillos de frutos secos, Jean. —Sí puedo. —No, no puedes. —Si lo consigues, te daremos a ti toda la fruta confitada del bizcocho. —Sí, más tres trozos de bizcocho y dos de pudin de pasas. www.lectulandia.com - Página 2103

—Espero que el pudin haya quedado en su punto —comentó la señorita Endicott con temor—. Está hecho desde hace sólo tres días. El pudin de Navidad debería prepararse mucho antes de Navidad. ¡Si hasta recuerdo que de niña, en la última plegaria anterior al Adviento, cuando decíamos «Remueve, oh, Señor...», creía que tenía algo que ver con remover la masa del pudin de Navidad! Los jóvenes guardaron un cortés silencio mientras la señorita Endicott hablaba, y no porque les interesasen sus reminiscencias de tiempos pasados, sino porque consideraban que, por educación, debían dar alguna muestra de atención a su anfitriona. En cuanto calló, estalló de nuevo el babel. La señorita Endicott suspiró y, como si buscase apoyo, dirigió la mirada hacia el único miembro del grupo cuya edad se acercaba a la suya, un hombre pequeño de curiosa cabeza ovoide y tieso bigote. Los jóvenes no eran ya como antes, reflexionó la señorita Endicott. Antiguamente habrían formado un círculo mudo y respetuoso y escuchado absortos las sabias palabras de sus mayores. Ahora, en cambio, se enfrascaban en aquel parloteo absurdo, en su mayor parte ininteligible. A pesar de todo, eran unos muchachos encantadores. Su mirada se enterneció mientras pasaba revista a sus jóvenes acompañantes: Jean, alta y pecosa; la pequeña Nancy Cardell, con su belleza morena y agitanada; los dos chicos menores, Johnnie y Eric, en casa por vacaciones, y su amigo Charlie Pease; y Evelyn Haworth, rubia y preciosa... Al pensar en esta última, arrugó la frente, y su mirada se desvió hacia donde se hallaba sentado su sobrino mayor, Roger, callado y cabizbajo, ajeno a la diversión, con la vista fija en la exquisita blancura nórdica de la joven. —¿No está increíble la nieve? —preguntó Johnnie a voz en grito, acercándose a la ventana—. Una auténtica Navidad nevada. Propongo una batalla con bolas de nieve. Aún falta un buen rato para la comida, ¿no, tía Emily? —Sí, cielo. Comeremos a las dos. Por cierto, mejor será que vaya a ver si está lista la mesa. La señorita Endicott salió apresuradamente del salón. —¡Tengo una idea mejor! —exclamó Jean—. Haremos un muñeco de nieve. —Sí. ¡Qué divertido! Ya sé: haremos una estatua de monsieur Poirot. ¿Lo oye, monsieur Poirot? ¡El gran detective, Hércules Poirot, modelado en nieve por seis célebres artistas! Guiñando un ojo, el hombre sentado en la butaca inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. —Pero sáquenme favorecido, muchachos —exigió—. Sólo eso les pido. —¡Cómo no! La tropa desapareció como un torbellino, arrollando en la puerta a un ceremonioso mayordomo que entraba en ese momento con un sobre en una bandeja. Recobrada la calma, el mayordomo se encaminó hacia Poirot. Poirot cogió el sobre y lo abrió. El mayordomo se marchó. Poirot leyó dos veces la nota. Luego dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo. En su rostro no se movió www.lectulandia.com - Página 2104

un solo músculo, y sin embargo el contenido de la nota era no poco sorprendente. Escrito en letra descuidada, rezaba: «No pruebe el pudin de pasas». —Muy interesante —masculló Poirot para sí—. Y del todo inesperado. Miró hacia la chimenea. Evelyn Haworth no había salido con los demás. Contemplaba el fuego abstraída, dando vueltas nerviosamente a una sortija que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda. —Está absorta en un sueño, mademoiselle —dijo Poirot por fin—. Y no es un sueño agradable, ¿verdad? La muchacha se sobresaltó y se volvió hacia él desconcertada. Poirot movió la cabeza en un gesto tranquilizador. —Mi trabajo consiste en averiguar cosas. No, no se la ve contenta. Tampoco yo lo estoy demasiado. ¿Nos confiamos nuestras respectivas penas? Verá, yo siento un gran pesar porque un amigo mío, un viejo amigo, ha zarpado rumbo a Sudamérica. A veces, cuando estábamos juntos, este amigo me hacía perder la paciencia, me irritaba su necedad; pero ahora que se ha ido, recuerdo sólo sus buenas cualidades. Así es la vida, ¿no? Y ahora dígame, mademoiselle, ¿cuál es su problema? Usted no es como yo, un viejo solitario; es joven y bella. Además, el hombre al que ama la ama a su vez a usted. Sí, así es; he estado observándolo durante la última media hora. La muchacha se sonrojó. —¿Se refiere a Roger Endicott? Ah, pero en eso está equivocado; no es Roger mi prometido. —No, su prometido es el señor Oscar Levering. De sobra lo sé. Pero ¿por qué está prometida a él si ama a otro hombre? Sus palabras no parecieron molestar a la muchacha; de hecho, algo en su actitud excluía cualquier posibilidad de ofensa. Hablaba con una irresistible mezcla de bondad y autoridad. —Hábleme de ello —instó Poirot con delicadeza. A continuación repitió—: Mi trabajo consiste en averiguar cosas. La frase proporcionó un extraño consuelo a la muchacha. —Soy tan desdichada, monsieur Poirot, tan desdichada. Antes disfrutábamos de una posición acomodada. En principio yo era una heredera, y Roger sólo un hijo menor. Y... y aunque estoy segura de que le interesaba, nunca dijo nada, y un día se marchó a Australia. —Resulta curiosa la manera en que acuerdan aquí los matrimonios —comentó Poirot—. Sin orden, sin método, dejándolo todo al azar. —De pronto lo perdimos todo. Mi madre y yo nos quedamos casi en la miseria. Nos mudamos a una casa pequeña y a duras penas íbamos arreglándonos. Pero mi madre enfermó. Su única esperanza era someterse a una delicada intervención y pasar luego una temporada en algún lugar de clima templado. Y no teníamos dinero suficiente para eso, monsieur Poirot, no lo teníamos. Así que mi madre estaba condenada a morir. El señor Levering ya me había propuesto matrimonio una o dos www.lectulandia.com - Página 2105

veces, volvió a pedirme que me casase con él y prometió hacer todo lo que estuviese a su alcance por mi madre. Y yo acepté. No tenía alternativa. La operó el mejor especialista del momento, y pasamos el invierno en Egipto. De eso hace un año. Mi madre vuelve a estar bien de salud, y yo... yo me casaré con el señor Levering después de Navidad. —Entiendo —dijo Poirot—. Y entretanto murió el hermano mayor de monsieur Roger, y él regresó a casa, encontrándose con que su sueño se había hecho añicos. Así y todo, aún no está casada, mademoiselle. —Una Haworth nunca falta a su palabra, monsieur Poirot —afirmó la muchacha con orgullo. Apenas había acabado de hablar cuando se abrió la puerta y apareció en ella un hombre calvo y corpulento de rostro rubicundo y astuta mirada. —¿Qué haces ahí aburriéndote, Evelyn? Sal a dar un paseo. —Muy bien, Oscar. La muchacha se levantó con desgana. Poirot se puso también en pie y preguntó atentamente: —¿Sigue indispuesta mademoiselle Levering? —Sí, lamentablemente continúa acostada. Es una lástima tener que guardar cama el día de Navidad. —Desde luego —convino Poirot cortésmente. Evelyn necesitó sólo unos minutos para ponerse las botas de nieve y ropa de abrigo, y ella y su prometido salieron al jardín nevado. Era un día de Navidad ideal, frío y soleado. El resto del grupo seguía ocupado con el muñeco de nieve. Levering y Evelyn se detuvieron a observarlos. —¡Eh, tortolitos! —gritó Johnnie, y les lanzó una bola de nieve. —¿Qué te parece, Evelyn? —preguntó Jean—. Hércules Poirot, el gran detective. —Espera a que le pongamos el bigote —dijo Eric—. Usaremos un mechón de pelo que va a cortarse Nancy. ¡Vivent les braves Belges! —¡Mira que tener un detective auténtico en casa! —exclamó Charlie—. Ojalá hubiese también un asesinato. —¡Oh, oh, oh! —dijo Jean, brincando alrededor—. Se me acaba de ocurrir una idea. Planeemos un asesinato... en broma, quiero decir. Y engañemos a Poirot. ¡Venga, hagámoslo! Será una juerga. Cinco voces empezaron a hablar simultáneamente. —¿Cómo lo hacemos? —¡Unos espantosos gemidos! —No, pedazo de tonto. Aquí afuera. —Unas huellas en la nieve, cómo no. —Jean en camisón. —Se necesita pintura roja. —En la mano... y en la cabeza. www.lectulandia.com - Página 2106

—Lástima que no tengamos un revólver. —Papá y tía Em no se enterarán de nada, os lo aseguro. Sus habitaciones están en el otro lado de la casa. —No, no lo tomará a mal; tiene mucho sentido del humor. —Sí, pero ¿qué clase de pintura roja? ¿Esmalte? —Podríamos comprar en el pueblo. —Hoy es día de Navidad, bobo. —No, mejor acuarela. Un rojo óxido. —Jean puede ser la víctima. —No te preocupes por el frío. Será sólo un rato. —No, que sea Nancy. Ella lleva esos pijamas tan elegantes... —A ver si Graves sabe dónde hay pintura. Corrieron en tropel a la casa. —¿Meditando, Endicott? —dijo Levering, y soltó una desagradable risotada. Roger salió al instante de su ensimismamiento. Apenas había oído las maquinaciones de sus compañeros. —Es sólo que hay algo que no acabo de entender —murmuró. —¿Entender? —No entiendo qué hace aquí monsieur Poirot. Su respuesta desconcertó a Levering, pero en ese mismo instante sonó el gong, y todos entraron a celebrar la comida de Navidad. En el comedor, las cortinas estaban echadas y las luces encendidas, iluminando una larga mesa repleta de paquetes sorpresa y otros adornos. Era una auténtica comida de Navidad a la antigua usanza. Ocupaba la cabecera el señor Endicott, rojizo y jovial; su hermana se sentaba frente a él, al otro extremo de la mesa. Para la ocasión, monsieur Poirot se había puesto un chaleco rojo, y entre eso, su oronda figura y el modo en que ladeaba la cabeza, recordaba inevitablemente a un petirrojo. El señor Endicott trinchó el pavo en un abrir y cerrar de ojos, y todos se concentraron en sus platos. El servicio retiró los restos de dos pavos, y se produjo un expectante silencio. Al cabo de un momento entró Graves, el mayordomo, con gran ceremonia portando en alto el pudin de pasas, un pudin gigantesco envuelto en llamas. La aparición desencadenó una ensordecedora algarabía. —Deprisa. ¡Oh, mi porción está apagándose! Rápido, Graves. Si deja de arder, no se cumplirá mi deseo. Nadie tuvo tiempo de advertir la peculiar expresión de Poirot mientras inspeccionaba la porción de pudin que le había correspondido. Nadie reparó en la fugaz mirada que lanzó en torno a la mesa. Con un ligero ceño de perplejidad, empezó a comer su pudin. La conversación bajó de volumen. De pronto el señor Endicott profirió una exclamación. Sonrojado, se llevó una mano a la boca. —¡Por todos los demonios, Emily! —bramó—. ¿Cómo consientes que la cocinera ponga cristal en el pudin? www.lectulandia.com - Página 2107

—¿Cristal? —repitió la señorita Endicott, atónita. El señor Endicott se sacó de la boca la causa de su repentina irritación. —Podría haberme roto un diente —gruñó—, o habérmelo tragado y tener luego una apendicitis. Frente a cada comensal había un pequeño lavafrutas con agua destinado a las monedas y demás objetos ocultos en el bizcocho. El señor Endicott dejó caer en el suyo el fragmento de cristal, lo enjuagó y lo alzó para observarlo. —¡Dios nos asista! —prorrumpió—. Es una piedra roja, quizá de un broche. Probablemente ha saltado de alguno de los paquetes sorpresa al abrirlos. —¿Me permite? Con notable destreza, Poirot cogió el objeto de entre sus dedos y lo examinó atentamente. Como el señor Endicott había dicho, era una gran piedra roja, del color de un rubí. La luz se reflejaba en sus facetas mientras le daba vueltas. —¡Caramba! —exclamó Eric—. ¿Y si fuese auténtico? —No seas bobo —replicó Jean con sorna—. Un rubí de ese tamaño valdría miles y miles de libras, ¿no, monsieur Poirot? —Hay que ver lo bien que arreglan ahora estos paquetes sorpresa —musitó la señorita Endicott—. Pero ¿cómo habrá llegado adentro del pudin? Obviamente ésa era la gran duda del momento. Se agotaron todas las hipótesis. Sólo Poirot permaneció en silencio, y con aparente despreocupación, como si pensase en otra cosa, se guardó la piedra en el bolsillo. Después de comer visitó la cocina. La cocinera no pudo disimular su azoramiento. ¡Ser interrogada por uno de los invitados, y nada menos que el caballero de otro país! Pero procuró contestar a sus preguntas con la mayor claridad posible. El pudin había sido preparado tres días atrás. —El mismo día que usted llegó, caballero —precisó la cocinera. Todos habían pasado por la cocina para remover la masa, distribuida ya en distintos moldes, y formular un deseo. Una vieja tradición... ¿no era costumbre quizás en el extranjero? Después habían cocido el pudin y colocado los moldes en el estante más alto de la despensa. ¿Había alguna diferencia entre aquella porción de pudin y las otras? No, la cocinera creía que no. Salvo que estaba en un molde de aluminio, y las otras en moldes de porcelana. ¿Estaba previsto servir el pudin del molde de aluminio el día de Navidad? Era curioso que preguntase aquello. No, no era para Navidad. El pudin de Navidad se cocía siempre en moldes blancos de porcelana con un dibujo de flores de acebo. Pero esa misma mañana (la cara roja de la cocinera se llenó de pronto de ira). Gladys, la ayudanta de cocina, al bajar los moldes para su última cocción, había roto uno. —Y claro está —concluyó la cocinera—, al ver que podían quedar astillas en el pudin, lo he sustituido por el del molde de aluminio. www.lectulandia.com - Página 2108

Poirot le dio las gracias y salió de la cocina sonriente, satisfecho al parecer con la información que acababa de obtener, y dando vueltas a algo en el interior de su bolsillo con los dedos de la mano derecha. —¡Monsieur Poirot! ¡Monsieur Poirot! ¡Despierte! ¡Ha ocurrido una desgracia! Era la voz de Johnnie, al amanecer del día siguiente. Poirot se incorporó en la cama. Llevaba puesto un gorro de dormir. El contraste entre la seriedad de su semblante y el desenfado con que lucía el gorro, caído a un lado de la cabeza, era sin duda chocante; pero en Johnnie causó un efecto desproporcionado. A no ser por sus palabras, habría cabido pensar que apenas podía aguantar la risa. Se oían asimismo curiosos sonidos al otro lado de la puerta, semejantes al borboteo de varios sifones atascados. —Baje ahora mismo, por favor —continuó Johnnie, la voz ligeramente trémula —. Hay una persona muerta. —Se volvió de espaldas. —¡Vaya! —dijo Poirot—. ¡La cosa es grave, pues! Se levantó y, sin excesiva prisa, se aseó parcialmente. Luego siguió a Johnnie escalera abajo. El resto del grupo se había congregado junto a la puerta del jardín. Sus rostros expresaban intensa emoción. Al ver a Poirot, Eric tuvo un violento ataque de tos. Jean se adelantó y apoyó la mano en el brazo de Poirot. —¡Mire! —dijo, y señaló a través de la puerta con ademán teatral. —¡Mon Dieu! —exclamó Poirot—. Parece una escena de un drama. Su observación no era inapropiada. Por la noche había vuelto a nevar, y a la tenue luz del alba todo parecía blanco y fantasmal. El níveo manto permanecía impoluto salvo por una mancha de vivo color escarlata. Nancy Cardell yacía inmóvil en la nieve. Vestía un pijama de seda escarlata, estaba descalza, y tenía los brazos extendidos y la cabeza ladeada y oculta por su abundante melena negra. Permanecía mortalmente quieta y de su costado derecho sobresalía la empuñadura de un puñal mientras, alrededor, un círculo de nieve cada vez mayor se teñía de carmesí. Poirot salió al jardín. En lugar de dirigirse hacia el cadáver de la muchacha, siguió por el camino. El rastro de dos pares de pies conducía al punto donde se había producido la tragedia. Las huellas del hombre se alejaban luego, solas, en dirección opuesta. Poirot se detuvo en el camino y se acarició el mentón en ademán reflexivo. De pronto salió de la casa Oscar Levering. —¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Qué es esto? Su agitación contrastaba con la calma del detective. —Parece un asesinato —contestó Poirot pensativamente. Eric sufrió otro violento acceso de tos. —Tenemos que hacer algo —dijo Levering a voz en grito—. ¿Qué hacemos? www.lectulandia.com - Página 2109

—Sólo una cosa puede hacerse —respondió Poirot—: avisar a la policía. —¡Oh! —protestó el grupo a coro. Poirot los miró con expresión interrogativa. —Es así —insistió—. No podemos hacer nada más. ¿Alguien se ofrece a ir? Siguió un instante de silencio. Por fin Johnnie avanzó hacia él. —Se acabó la diversión —anunció—. Espero, monsieur Poirot, que no se enfade con nosotros. Ha sido una broma. Lo hemos preparado todo nosotros... para tomarle el pelo. Nancy no está muerta; sólo lo hace ver. Poirot lo observó sin inmutarse, salvo por un rápido parpadeo. —Se han burlado de mí, ¿no es eso? —inquirió con toda tranquilidad. —Lo siento mucho, de verdad. No deberíamos haberlo hecho. Ha sido una broma de mal gusto. Le pido disculpas. —No es necesario que se disculpe —contestó Poirot con un tono peculiar. Johnnie se volvió. —¡Vamos, Nancy, levanta! —gritó—. ¿Es que vas a quedarte ahí tendida todo el día? Pero la figura que yacía en la nieve no se movió. —¡Levanta ya! —repitió Johnnie. Nancy continuó inmóvil, y de repente una sensación de miedo indescriptible se apoderó de Johnnie. Miró a Poirot. —¿Qué... qué ocurre? ¿Por qué no se levanta? —Acompáñeme —dijo Poirot lacónicamente. Caminó por la nieve con paso resuelto. Había indicado a los demás que permaneciesen donde estaban, y procuró no pisar las otras huellas. Johnnie lo siguió, asustado e incrédulo. Poirot se arrodilló junto a la muchacha y al cabo de un momento hizo una seña a Johnnie. —Tóquele la mano y busque el pulso. Perplejo, Johnnie se agachó y de inmediato retrocedió dejando escapar un grito. La mano y el brazo de Nancy estaban fríos y rígidos, y no se percibía el más débil latido. —¡Está muerta! —dijo Johnnie con voz entrecortada—. Pero ¿cómo? ¿Por qué? Poirot pasó por alto la primera pregunta. —¿Por qué? —repitió, abstraído—. Eso me gustaría a mí saber. De pronto se inclinó sobre el cadáver de la muchacha, le abrió la otra mano, que tenía firmemente cerrada en torno a algo. Tanto él como Johnnie lanzaron una exclamación. En la palma de la mano de Nancy apareció una piedra roja que refulgió con ígneos destellos. —¡Ajá! —exclamó Poirot. Con la rapidez de un rayo, se metió la mano en el bolsillo y volvió a sacarla, vacía. www.lectulandia.com - Página 2110

—El rubí del paquete sorpresa —musitó Johnnie, asombrado. Mientras el detective examinaba el puñal y la nieve manchada, añadió—: No puede ser sangre, monsieur Poirot. Es pintura. Simple pintura. Poirot se irguió. —Sí —afirmó con calma—. Tiene razón. No es más que pintura. —Entonces ¿cómo...? —Johnnie se interrumpió. —¿Cómo la han matado? —dijo Poirot, acabando la frase por él—. Eso habrá que averiguarlo. ¿Ha comido o bebido algo esta mañana? Volvía sobre sus pasos hacia el camino, donde los demás aguardaban. Johnnie lo seguía a corta distancia. —Ha tomado un té —contestó el muchacho—. Se lo ha preparado el señor Levering, tiene un hornillo de alcohol en su habitación. Johnnie hablaba alto y claro. Levering oyó sus palabras. —Siempre viajo con un hornillo a cuestas —explicó—. No hay en el mundo nada más práctico. En esta visita mi hermana lo ha agradecido; no le gusta andar molestando a los criados a todas horas, ¿entiende? Poirot, casi en actitud de disculpa, bajó la vista a los pies de Levering, calzados con unas zapatillas de estar por casa. —Se ha cambiado las botas, veo —murmuró con discreción. Levering lo miró fijamente. —Pero ¿qué vamos a hacer, monsieur Poirot? —preguntó Jean. —Como ya he dicho, mademoiselle, sólo una cosa puede hacerse: avisar a la policía. —Yo iré —se ofreció Levering—. No tardaré ni un minuto en ponerme las botas. Mejor será que no se queden aquí fuera, con este frío. Corrió a la casa. —¡Qué considerado, este señor Levering! —susurró Poirot—. ¿Seguimos su consejo? —¿Y si despertamos a mi padre y... y a todo el mundo? —No —respondió Poirot con tono tajante—. No es necesario. Aquí fuera no debe tocarse nada hasta que llegue la policía. ¿Entramos, pues? ¿A la biblioteca? Les contaré una breve historia que quizás aleje de sus mentes esta lamentable tragedia. Se encaminó hacia la casa, y los demás lo siguieron. —La historia trata de un rubí —empezó Poirot, arrellanándose en un cómodo sillón—. Un famoso rubí que pertenecía a un hombre no menos famoso. No mencionaré su nombre, pero es uno de los personajes más importantes del planeta. Eh bien, este gran hombre llegó a Londres de incógnito. Y como, pese a ser un gran hombre, era también joven e insensato, cayó en las redes de una preciosa muchacha. A esta preciosa muchacha no le interesaba demasiado el gran hombre, pero sí le interesaban sus bienes, tanto que un día desapareció con el histórico rubí que pertenecía a su familia desde hacía muchas generaciones. El desdichado joven se www.lectulandia.com - Página 2111

halló ante un dilema. Pronto contraerá matrimonio con una princesa, y no desea verse envuelto en un escándalo. Ante la imposibilidad de acudir a la policía, recurrió a mí, Hércules Poirot. «Recupere el rubí», me dijo. Eh bien, yo poseía cierta información sobre esa muchacha. Sabía que tenía un hermano, y que juntos habían dado más de un astuto coup. Casualmente averigüé dónde pasarían las Navidades. Y por gentileza del señor Endicott, a quien por azar conocía, también yo fui invitado a esta casa. Pero cuando esa preciosa joven se enteró de que venía, se alarmó mucho. Es inteligente, y sabía que andaba tras el rubí. Debía esconderlo de inmediato en lugar seguro, e imaginen dónde fue a esconderlo. ¡En un pudin de pasas! Sí, bien pueden sorprenderse. Mientras removía la masa junto con todos los demás, lo metió en un pudin con un molde de aluminio distinto del resto. Pero por una extraña casualidad ese pudin acabó sirviéndose el día de Navidad. Olvidando la tragedia por un momento, los muchachos lo miraron boquiabiertos. —Después —prosiguió Poirot— decidió quedarse en cama. —Sacó su reloj y consultó la hora—. En la casa están ya todos despiertos. El señor Levering tarda más de la cuenta en traer a la policía, ¿no creen? Juraría que lo ha acompañado su hermana. Ahogando un grito, Evelyn se levantó y clavó la mirada en Poirot. —Y juraría también que no regresarán —añadió el detective—. Oscar Levering lleva mucho tiempo jugando con fuego, y esta vez ha ido demasiado lejos. Él y su hermana cambiarán de nombre y continuarán con sus actividades en otro país. Esta mañana lo he tentado y atemorizado alternativamente. Renunciando por completo a su impostura, podía apoderarse del rubí mientras nosotros estábamos en la casa y él, supuestamente, iba a buscar a la policía. Pero eso equivalía a quemar las naves. Así y todo, ante el riesgo de ser acusado de asesinato, la huida parecía lo más oportuno. —¿Ha matado él a Nancy? —susurró Jean. Poirot se puso en pie. —¿Y si visitamos una vez más el lugar del crimen? —propuso. Se encaminó hacia el jardín, y los demás lo siguieron. Pero cuando salieron, un grito ahogado escapó simultáneamente de sus gargantas. No quedaba el menor rastro de la tragedia; la nieve estaba lisa e intacta. —¡Caramba! —exclamó Eric, dejándose caer en el portal—. No ha sido todo un sueño, ¿verdad? —Asombroso —dijo Poirot con un ligero parpadeo—. El misterio del cadáver desaparecido. Movida por una repentina suspicacia, Jean se acercó a él. —Monsieur Poirot, no estará... mejor dicho, no habrá estado burlándose de nosotros desde el principio, ¿verdad? Sí, creo que sí. —Es cierto, muchachos. Verán, me enteré de su inocente conspiración y decidí contraatacar. Ah, aquí tenemos a mademoiselle Nancy... y sana y salva, espero, después de su extraordinaria actuación. www.lectulandia.com - Página 2112

En efecto, allí estaba Nancy Cardell en carne y hueso, con una mirada radiante y pletórica toda ella de salud y energía. —¿No se ha enfriado? ¿Se ha bebido la tisana que he hecho subir a su habitación? —preguntó Poirot con tono acusador. —He tomado un sorbo, y con eso me ha bastado. Me encuentro bien. ¿Qué tal he estado, monsieur Poirot? ¡Uf, me duele el brazo ahora que me he quitado el torniquete! —Ha estado magnífica, petite. Pero quizá deberíamos poner al corriente a los demás. Percibo que siguen en la inopia. Verán, mes enfants, acudí a mademoiselle Nancy, le dije que estaba enterado de su pequeño complot, y le pedí que representase un papel para mí. Ha demostrado una gran astucia. Ha inducido al señor Levering a prepararle una taza de té y ha conseguido asimismo que fuese él quien dejase sus huellas en la nieve. Así que llegado el momento él ha pensado que, por alguna fatalidad, mademoiselle Nancy estaba muerta realmente, y eso me ha proporcionado todos los elementos necesarios para atemorizarlo. ¿Qué ha ocurrido cuando nosotros hemos vuelto a la casa, mademoiselle? —El señor Levering ha venido con su hermana, me ha arrebatado el rubí de la mano, y los dos se han marchado a toda prisa. —¡Pero cómo, monsieur Poirot! —exclamó Eric—. ¿Y el rubí? ¿No irá a decirnos que ha consentido que se lo lleven? Ante el círculo de miradas acusadoras, Poirot quedó cariacontecido. —Lo recuperaré —afirmó sin convicción, pero advirtió que había perdido la estima de los muchachos. —¡Pues no faltaría más! —protestó Johnnie—. ¡Mire que dejarlos marcharse con el rubí...! Jean sin embargo fue más sagaz. —¡Está tomándonos el pelo otra vez! —dijo—. ¿No es así, monsieur Poirot? —Busque en mi bolsillo izquierdo, mademoiselle. Con vivo entusiasmo, Jean metió la mano en el bolsillo y la extrajo de nuevo. Profiriendo una exclamación de triunfo, alzó el gran rubí y lo exhibió en todo su esplendor carmesí. —Verán, el otro era una réplica en bisutería que traje de Londres —explicó Poirot. —¡Qué inteligente! —dijo Jean con admiración. —Hay un detalle que aún no nos ha aclarado —saltó Johnnie de pronto—. ¿Cómo descubrió nuestra treta? ¿Se lo contó Nancy? Poirot negó con la cabeza. —¿Cómo se enteró, pues? —Mi trabajo consiste en averiguar cosas —contestó Poirot, y sonrió al ver alejarse por el camino a Evelyn Haworth y Roger Endicott. —Sí, pero díganoslo. ¡Va, por favor! Querido monsieur Poirot, díganoslo. www.lectulandia.com - Página 2113

Lo rodeaba un círculo de rostros sonrojados e impacientes. —¿De verdad desean que resuelva ese misterio por ustedes? —Sí. —No creo que pueda. —¿Por qué? —Mafoi, los decepcionaría. —¡Va, díganoslo! ¿Cómo se enteró? —Pues, verán, me hallaba en la biblioteca... —¿Sí? —... y ustedes discutían sus planes en el jardín, justo al lado..., y la ventana estaba abierta. —¿Eso es todo? —dijo Eric con enojo—. ¿Así de sencillo? —Así de sencillo —confirmó Poirot, sonriente. —Al menos ahora lo sabemos ya todo —declaró Jean con satisfacción. —¿Ah, sí? —murmuró Poirot para sí, dirigiéndose hacia la casa—. Yo no... yo, cuyo trabajo consiste en averiguar cosas. —Y de nuevo, quizá por vigésima vez, sacó de su bolsillo un papel bastante sucio y leyó—: «No pruebe el pudin de pasas». Poirot movió la cabeza en un gesto de perplejidad. En ese mismo momento oyó, muy cerca de sus pies, la exclamación ahogada de una peculiar voz. Bajó la vista y descubrió a una criatura pequeña con un vestido estampado. En la mano derecha sostenía un cepillo y en la izquierda, un recogedor. —¿Y tú quién eres, mon enfant? —preguntó Poirot. —Annie Hicks, señor, para servirle. Segunda doncella. Poirot tuvo una intuición. Entregó la nota a la niña. —¿Has escrito tú esto, Annie? —No lo hice con mala intención, señor. Poirot le sonrió. —Claro que no. ¿Por qué no me lo cuentas todo? —Fueron esos dos, el señor Levering y su hermana. Nadie del servicio los soporta, y ella no estaba enferma ni nada por el estilo, se lo aseguro. A mí eso me daba mala espina, y en fin, señor, le seré sincera, escuché detrás de la puerta y oí decir al señor Levering: «Tenemos que librarnos de ese Poirot cuanto antes». Así, tal cual. Luego, con mucho interés, le preguntó a su hermana: «¿Dónde lo has puesto?», y ella contestó: «En el pudin». Así que imaginé que quería envenenarlo a usted con el pudin de Navidad, y no sabía qué hacer. A mí la cocinera no me habría hecho ni caso. Pensé, pues, escribirle una nota para avisarlo del peligro y la dejé en el vestíbulo, donde el señor Graves por fuerza la vería y se la entregaría. Annie se interrumpió, sin aliento. Poirot la observó con seriedad por un momento. —Lees demasiados folletines, Annie —dijo por fin—. Pero tienes buen corazón y no te falta inteligencia. Cuando regrese a Londres, te enviaré un libro excelente sobre www.lectulandia.com - Página 2114

le ménage, y también Las vidas de los santos y una obra sobre la posición económica de la mujer. Dejando a Annie con otra exclamación ahogada en los labios, se dio media vuelta y cruzó el vestíbulo. Se proponía entrar en la biblioteca, pero a través de la puerta abierta vio dos cabezas muy juntas, una rubia y otra morena. Se detuvo. De pronto unos brazos le rodearon el cuello. —Quiero darle un beso —anunció Jean. —Yo también —dijo Nancy. Monsieur Poirot disfrutó de la ocasión; disfrutó mucho, a decir verdad.

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